b volver

 

Documento de la Conferencia Episcopal Argentina:

Iglesia y comunidad nacional

 

INTRODUCCIÓN

 

1.      La iglesia, a través del cumplimiento de su propia misión, “camina unida a la humanidad y se solidariza con su suerte en el seno de la historia”1. De allí que nuestra función especifica de obispos, al ponernos ante la responsabilidad de evaluar el actual desarrollo de la evangelización en nuestro país, íntimamente ligada a su acontecer histórico, nos lleve también a meditar sobre el curso y el destino de nuestro pueblo.

2.      Queremos que nuestras reflexiones sirvan al diálogo con nuestros conciudadanos. El diálogo nos ayudará a expresar con lealtad nuestro pensamiento; nos otorgará el mérito de haberlo expuesto a las objeciones de los demás y nos permitirá descubrir la verdad contenida en las reflexiones y en las opiniones ajenas.2

Nuestro pensamiento se ofrece sincero a la población entera del país que aporta su historia y su vida, expresada sobre todo en su fe religiosa, en el patrimonio de su sabiduría viva y de su cultura, en sus esperanzas y en sus sufrimientos.

Se dirige también a los representantes y a los responsables de la vida institucional del país, con quienes hemos mantenido encuentros y conversaciones amplias, francas y comprensivas, pero con libertad evangélica.

A los responsables de la vida política y social les ofrecemos nuestra cooperación leal y desinteresada en las grandes causas que afectan a la vida de la Nación: la justicia, los derechos de la persona, el bien común, la paz y la participación en todas las cosas que tocan a los ciudadanos.3

Nos dirigimos a todo argentino, cualquiera sea su responsabilidad y actividad, para comunicarle la fuerza animadora del evangelio con el deseo de nutrir con ella su vida personal y la convivencia social.

 

 

PRIMERA PARTE

NUESTRA HISTORIA

 

3.      Una meditación profunda sobre la vida de nuestro pueblo nos conduce necesariamente a considerar el pasado, a auscultar con atención el presente y así vislumbrar su futuro y su destino.

Es una tarea difícil, que con frecuencia no llega a juicios ciertos y a evaluaciones claras del pasado. A veces sólo presenta interrogantes; pero también los interrogantes sirven para prevenirnos y orientarnos en la construcción del futuro.

 

 

I.                   La época española

1. Espíritu cristiano de nuestra cultura

4.      Desde los orígenes de la América española, la Iglesia con la predicación, el bautismo y los demás sacramentos, contribuyó a comunicar un espíritu cristiano y evangélico que penetró la raíz misma de la cultura en gestación. Cooperó así a humanizarla en la medida de las limitaciones de toda obra humana. Fue el aporte de la fe cristiana a la naciente cultura. La misma Iglesia estuvo entonces presente adoptando un modo de estrecha unión con el Estado español, que tuvo sus luces y sus sombras.

 

2. Identidad y unidad cultural latinoamericana

5.      El espíritu cristiano que la Iglesia sembró en el momento en que el elemento autóctono enfrentaba al llegado desde Europa, contribuyó a crear un dinamismo generador de un nuevo tipo cultural y de una particular unidad espiritual a escala latinoamericana.

6.      La Iglesia, en efecto, al predicar la fe e impartir el bautismo al indígena, reconocía su carácter racional y humano. Procediendo así cultivaba en él la conciencia de la propia dignidad del hombre, hijo de dios e impulsaba al europeo al reconocimiento de esa dignidad. Por eso, la fe y el bautismo recibidos por la mayoría, fueron semilla de una básica conciencia de igualdad y de la posesión de derechos comunes al blanco y al indio.

Ello coadyuvó a fortalecer una tendencia integradora de culturas a través del mestizaje, que se manifiesta claramente en estos territorios desde los inicios de la conquista. Prácticamente en el término de un siglo nace una nueva cultura, fruto de la integración del indígena, el negro y el conquistador hispano-lusitano que desemboca en un hondo e integrador mestizaje cultural.

7.      Además de la nueva identidad cultural, que surge del encuentro de las razas, comienza a gestarse la integración de los pueblos americanos que se saben vinculados por una misma fe, una misma lengua, un idéntico estilo de vida que muestra valores y rasgos comunes, conservando sus particularidades regionales.

América, integrada políticamente a España, no fue una mera repetición cultural, ni de España ni de las culturas precolombinas. Nació y se formó un nuevo pueblo. Y así, en la conciencia de esta nueva y propia identidad, en la conciencia común y solidaria de una propia dignidad que se expresa en el espíritu de libertad, se preparó, ya desde entonces, el principio de la futura independencia.

8.      A partir de estos inicios de la América hispana, en cuyo seno germinó nuestra Nación, se nos plantean graves interrogantes e inquietantes alternativas: ¿Perseveraremos en partir de la base de un humanismo impregnado de espíritu cristiano? Y, ¿cómo mantener un espíritu cristiano abierto, acogedor y pluralista? ¿Continuaremos en la unidad cultural que nos marcó en los comienzos o recomenzaremos desde otro nacimiento? En todo caso, ¿cómo ser fieles a nuestra identidad, sin dejar de asimilar creativamente los valores que aportan otras cultura y la misma evolución de los tiempos? Y, ¿cómo abrirnos a lo universal sin caer en cómodas subordinaciones o en fáciles imitaciones?

Del amplio ámbito de aquella unidad cultural surgieron la Nación argentina y otras Naciones hermanas. El pueblo argentino nace en el espacio fraterno de la solidaridad latinoamericana que no puede ser borrado de la memoria histórica.

 

3. Instituciones y actitudes de vida

9.      El espíritu cristiano, si bien ha otorgado una íntima conciencia de la dignidad humana, de la igualdad de los hombres y de los pueblos entre sí, no ha llegado a expresarse plenamente en las instituciones y en las actitudes de vida.

Es así como en esta primera época aparece lo ambiguo y lo contradictorio. Aun cuando una cultura arraiga en la fe, se desarrolla, sin embargo, como historia del bien y del mal, de la gracia y del pecado.

10.  La condición política fundamental en esta época está determinada por la conquista española. Es innegable que todo el espíritu cristiano de la España descubridora se vuelca generosamente en la evangelización de las nuevas tierras. Este espíritu cristiano aflora en todas las instituciones que lentamente se van creando, en las mismas leyes nuevas que surgen de una discusión que comprometía desde el principio la misma soberanía de la Corona. Quizás fuera importante reconsiderar desde nuestra perspectiva aquella lucha gigantesca por la libertad de pensamiento y de palabra en un momento en que los intereses del Estado aparecieron comprometidos por las ideas en pugna.

11.  Es cierto, por otra parte, que aquellos buenos propósitos han sido contradichos en gran medida por los hechos. En efecto, en el mismo espacio y tiempo español se produce un primer gran cuestionamiento: se pregunta por el derecho a la conquista y se discute acerca de la capacidad de los pueblos amerindios, poniendo así la base del futuro derecho internacional, que reconoce la igualdad de todos los pueblos, el derecho de cada cultura a aportar libremente a la cultura universal, así como la negación del derecho de un pueblo a dominar sobre otro. Pero al mismo tiempo se desbaratan las elites conductoras de los pueblos indígenas y se reconoce como justo el sistema de la encomienda, que por una parte confía al indio encomendado al español como mano de obra, y al mismo tiempo preceptúa que se le trate humanamente y se lo instruya en la fe.

12. En esta primera época se ejerce una política que ofrece amplios espacios de libertad y participación; éstos permitieron a los organismos intermedios hacer frente a los excesivos privilegios de los conquistadores y contrarrestar el abuso de poder de representantes de la misma Corona.

13. En Hispanoamérica, el problema social involucra un conflicto directo entre la teoría jurídica y la presión de los intereses creados; entre las buenas intenciones de la Corona y el espíritu de explotación que, a veces, aparece en la nueva sociedad colonial. Se reconoce al indio como persona, sin que se le permita el acceso a los estratos superiores de la sociedad.

Estas dificultades reales ni empalidecen ni quitan mérito a la misión desarrollada por la Iglesia, quien, a través de la acción social de la caridad y de educación que le son propias, contribuye a formar todas las instituciones públicas. Desde el inicio influye eficazmente en las Leyes de Indias, crea casi todo lo que existe en orden a la educación de la niñez y de la juventud de ambos sexos. Ampara al huérfano y al anciano, cuida a los enfermos y defiende al indio, al esclavo y al pobre.

14. También en estos primeros tiempos la Iglesia fue herida en sus fibras más íntimas. Entonces hubo momentos dolorosos, y de éstos no puede callarse la expulsión de los jesuitas. Los acontecimientos de este tipo, no sólo han ido contra la Iglesia, son golpes asestados al cuerpo mismo de la sociedad, en especial contra los hijos más pequeños y necesitados, con la consiguiente proyección negativa en todo el territorio.

15. Hispanoamérica, ligada a la economía española, pasa posteriormente a estar condicionada por el proceso industrial iniciado en otras naciones. Tuvo cierta autonomía en materia económica que le permitió proveer a sus necesidades más elementales, pero quedó desamparada y sin los medios técnicos que le permitieran hacer frente al nuevo desarrollo industrial.

 

II. La época independiente

 

1.- Nuevas circunstancias históricas

16. A partir de la independencia, nuestra Nación se encuentra abocada a nuevos cometidos. Mirando globalmente los acontecimientos, la Nación procura integrarse al moderno proceso occidental.

17. Esta voluntad de asimilarse al nuevo proceso se concretará en la necesidad de procurar una nueva estructura política y en la búsqueda de una nueva ubicación de la economía nacional en el reciente proceso industrial de Europa. Además, en otra vertiente, se nota el ensayo más radical de dar una nueva inspiración al propio ser y cultura nacionales.

En todos estos campos, la Nación se vio obligada a un discernimiento sumamente difícil. En ella, corrientes diversas se cuestionan recíprocamente, imponiendo la mayoría de las veces victorias unilaterales que en su momento imposibilitaron la reconciliación de los argentinos.

18. También la Iglesia se encontró enfrentada nuevos problemas y obligada a discernirlos no sin dificultad.

19. A partir de los momentos iniciales de la emancipación, la Iglesia vio disminuir sensiblemente sus fuerzas evangelizadoras.

Como causa de ello pueden mencionarse: las dificultades de relación con la Santa Sede y la consiguiente falta de nombramientos de obispos; la intromisión estatal en la vida y régimen de los conventos y seminarios; la actitud de personas consagradas que, a veces, dejando las tareas pastorales, se dedicaron por entero a la afirmación y organización políticas del nuevo Estado.

Sin embargo, el esfuerzo de la Santa Sede logrará, mediante la reconstrucción de la jerarquía eclesiástica, salvar la unidad en la fe y la religiosidad del pueblo.

 

2.- Espíritu cristiano e identidad cultural

20. La preocupación de promover, por medio de la inmigración, el crecimiento demográfico del país, implicaba para algunos el deseo de cambiar su identidad cultural, subordinándola a la ideología del mero progreso material y económico.

La Iglesia se inquieta frente al riesgo de sustituir la inspiración cristiana de la cultura por otras ideologías.

La inmigración que llega al país, preponderantemente de origen latino y católico, la afirmó en sus raíces más genuinas y permitió a los inmigrantes y a sus hijos una integración que llevará a estos a contribuir activamente en la formación del país de los argentinos con todas las características que nos son propias. Pero tampoco se trataba de una unidad cultural monolítica y cerrada. El advenimiento de minorías provenientes de diversas culturas ayudó a incrementar un espíritu pluralista y de comprensión.

21. Obviamente, la Iglesia enfrenta nuevas y difíciles circunstancias, que la llevan a una mayor tolerancia religiosa, aun en situaciones que ciertamente no aprobó, como el caso de la unión civil para los católicos y la ley de enseñanza laica.

La Iglesia no verá en esto la concreción de una mera neutralidad confesional procurada por el Estado, ni una forma de encauzar un legítimo pluralismo religioso, sino la voluntad legalmente disimulada de impedir la inspiración cristiana de la cultura nacional.

22.  El laicismo educativo procuró erróneamente desvincular la cultura impartida oficialmente de su raíz religiosa y de la tradición defendida y mantenida por muchos libertadores y próceres (San Martín, Belgrano, et.). Al educar excluyendo positivamente a la religión, también a la religión natural, desarraiga a la cultura de toda opción religiosa, fundamento determinante de otras pociones. Y, lo que es peor aún, crea una división entre la cultura popular, que es religiosa, y la cultura pretendidamente neutra de la escuela oficial.

Los rasgos característicos de al ideología liberal fueron encarnados por muchos hombres de fines de siglo. Cuestionamos las consecuencias fácilmente presupuesta de su accionar, dado que muchos males que nos afectan hoy a los argentinos, encuentran su origen también en ese pensamiento.

23. A pesar de estos intentos, nuestro pueblo ha mantenido un espíritu y valores profundamente cristianos. La institución familiar se constituyó en la principal transmisora de la fe y de los valores evangélicos, pero la escasez de sacerdotes y religiosos no ha permitido un desarrollo más maduro y evolucionado de esa fe en el plano del conocimiento y la práctica de la religión; así aparece el problema de la ignorancia religiosa, que padecen muchos estratos de nuestra sociedad.

 

3.- Niveles político, social y económico

24.  El ideal de emancipación alimentado por nuestro pueblo tiene su base en el espíritu cristiano. Teólogos españoles, como Vitoria y Suárez, propusieron este ideal de libertad a todos los pueblos. Lo propuesto tiene su raíz en la filosofía escolástica, aunque luego se lo formulara con los conceptos de la modernidad.

Este ideal de libertad estuvo siempre e indefectiblemente sostenido por la presencia de la Iglesia en la tarea de organizar la República desde sus fundamentos. La misma Iglesia alentó a sus hijos sacerdotes y laicos en la labor de la organización política del país, y estuvo presente en el momento de proceder a la creación de las instituciones básicas de la nacionalidad. La Iglesia está unida a l Nación en un mismo ideal de libertad e independencia.

25. Este ideal ha significado muchas veces un proceso doloroso en el andar de la Iglesia junto a la patria, y así la recia personalidad de Fray Mamerto Esquiú, a pesar de los reparos doctrinales que con respecto a la Constitución tenía, consiguió, con la eficacia de su palabra, la aceptación de nuestra Carta Magna en un momento difícil de la organización nacional.

Ante el espectro de nuevas luchas civiles, se impusieron la paz y la cordura, gracias al prestigio del virtuoso franciscano, que sería luego obispo de Córdoba, y quien no dudó en hacer una opción por encima de todas las banderas políticas, sin más meta que el bien de la Nación, superando grandes males y consiguiendo el don inapreciable de la paz.

26. Inmediatamente se abre el auge y la consolidación del sistema ideológico liberal con sus múltiples contradicciones, con su desprotección del hombre frente al Estado, con los sistemas previsionales confiados a la buena voluntad y a la caridad de los particulares.

En este momento difícil de la historia de la iglesia en la Argentina, ella no cesará de revitalizar, en la medida de sus posibilidades, las asociaciones intermedias, insistiendo en las libertades municipales y domésticas,4 y alentando un renovado espíritu de caridad a través de las congregaciones religiosas, de los vicentinos, y del compromiso evangelizador por medio de laicos de destacada labor en la cátedra y el parlamento, como Frías, Estrada y otros; y de iniciativas como los Círculos Católicos de Obreros y los congresos de católicos argentinos.

 

 

III Los últimos tiempos

 

1. Factores positivos

27.  En el período que va desde fines del siglo pasado hasta nuestro tiempo se hace evidente la tensión constante entre el espíritu cristiano y el ideario laicista. Hay que reconocer que el mismo programa educativo que obstaculizó la transmisión de la tradición religiosa en los establecimientos escolares oficiales, llevó a la población a un grado de instrucción importante.

28. La época de la organización nacional dio una estructura material al país que le permitió avanzar durante muchos años en aspectos económicos. Este crecimiento fue también hecho posible por la fuerte corriente inmigratoria antes mencionada que, a su vez atraída por las condiciones del país, se integra a la vida y a la historia del mismo realizando a la Nación un aporte de características verdaderamente relevantes. Ese aporte nos dará a los argentinos una fisonomía especial que, si bien nos distingue de los países que tienen una preponderante población de origen precolombino, no nos separa de ellos, porque por encima de todo nos unen una misma fe, una idéntica historia y una lengua común.

29. El proceso histórico ahondará los valores políticos de orientación democrática y participativa, que quedan definitivamente incorporados a los rasgos de nuestra nacionalidad.

En una primera etapa se logró que en la mayoría de nuestro pueblo arraigara la voluntad de participar políticamente en los destinos de la Nación.

Con el correr de los tiempos, en distintas etapas y de maneras diferentes, se fue realizando una intensa incorporación de los trabajadores a la vida pública llevada a cabo con espíritu nacional.

La justicia social, enseñada por los Papas, se fue integrando al proyecto social de los argentinos y constituyó un valioso aporte para la difusión y profundización de estas tendencias en nuestro pueblo, desde el ya lejano 1891, en que León XIII publicaba la Encíclica Rerum Novarum.

Destacamos la presencia de la Iglesia, en cada uno de sus obispos y sacerdotes dispersos en las ciudades y en los campos inmensos, haciendo posible la presencia del Señor en el corazón de tantos argentinos. La vemos en los religiosos y religiosas, en los catequistas y en las familias, que entregan con generosidad sus vidas a la difusión del reino de Dios, y en tantos laicos que actúan en los diversos campos del quehacer público y privado.

 

2. Factores negativos y problemas

30. Aquellos factores positivos, definitivamente incorporados a la Nación, no ocultan nuestras falencias, que han dificultado el afianzamiento y desarrollo de los principios citados en el corazón de las personas y de las instituciones.

El gran problema aún subsistente radica en que las características que reconocemos como propias no han sido traducidas adecuadamente por las estructuras políticas, económicas, sociales, educativas.

31. Desgraciadamente con frecuencia, cada sector ha exaltado los valores que representa y los intereses que defiende, excluyendo los de otros grupos. Así, en nuestra historia se vuelve difícil el reconocimiento de los errores propios y, por tanto, la reconciliación.

No podemos dividir al país, de una manera simplista, entre buenos y malos, justos y corruptos, patriotas y apátridas. No queremos negar que haya un gravísimo problema ético en la raíz de la crítica situación que vive el país, pero nos resistimos a plantearlo en los términos arriba recordados.

32. El Occidente, en buena medida y desde hace tiempo, se apartó de al fe cristiana de sus mayores. Ese debilitamiento, amargo fruto de la filosofía europea de los siglos XVIII y XIX, provocó las ideologías que hoy se disputan el mundo. Coinciden en desconocer y rechazar a Dios, como fundamento necesario y último del orden moral y jurídico. Como consecuencia, se acentuó el culto de los nuevos ídolos, triste deformación de la religiosidad.

Algunos de estos fueron denunciados por los obispos reunidos en Puebla, como la riqueza y el poder cuando son transformados en valores absolutos,5 y en general todo lo relativo que se constituye en absoluto y pospone los valores evangélicos que proceden de Jesucristo.

33.  El mal de la violencia no es extraño a nuestra historia. Se hizo presente en diversas épocas políticas, pero nunca en forma tan destructora e inhumana como en estos últimos años.

La violencia guerrillera enlutó a la patria. Son demasiadas las heridas infligidas por ella y sus consecuencias aún perduran en el cuerpo de la Nación. Y, así como es dificultoso dar un diagnóstico de sus causas, no es menos difícil acertar con una verdadera terapia que cure sus efectos.

Resulta imprescindible el discernimiento sobre las fuentes que la alimentaron, tanto en orden interno como externo, para evitar su resurgimiento, con su consecuente caudal de muerte, atropello e injusticia.

Distorsiones ideológicas, principalmente las de origen marxista, desigualdades sociales, economías afligentes, atropellos a la dignidad humana, serán siempre, en cualquier parte del mundo, caldo de cultivo para extremismos, luchas y violencias.

También se debe discernir entre la justificación de la lucha contra la guerrilla, y la de los métodos empleados en esa lucha.

La represión ilegítima también enlutó a la patria. Si bien en caso de emergencia pueden verse restringidos los derechos humanos, éstos jamás caducan y es misión de la autoridad, reconociendo el fundamento de todo derecho, no escatimar esfuerzos para devolverles la plena vigencia.

No es confiando en que el tiempo trae el olvido y el remedio de los males como podemos pensar y realizar ya el destino y el futuro de nuestra patria.

34. Porque se ha ce urgente la reconciliación argentina, queremos afirmar que ella se edifica sólo sobre la verdad, la justicia y al libertad, impregnadas en la misericordia y en el amor.

35. Presupuesta la necesidad de la reconciliación de los argentinos por lo menos como intención de los gobernantes y del pueblo, será necesario ponernos de acuerdo en aceptar un estado de derecho, que el país juró hace más de un siglo, dentro de una República federal y representativa.

Desde hace cincuenta años, casi no se ha logrado un gobierno constitucional estable. Muchos son los que investigan las causas de la inestabilidad institucional argentina. Algunos creen que la antinomia que separaba a federales de unitarios sigue vigente aún hoy. Otros, desconfiando de la democracia, pretenden que sólo gobiernos autocráticos ejercidos por una élite iluminada, por las Fuerzas Armadas, un líder o el proletariado, son la solución a la inestabilidad.

Lo que parece claro es que la Argentina sufre una crisis de autoridad, crisis del estado de derecho, porque no hay voluntad de someterse al imperio de la ley justa y de la autoridad legítimamente constituida, tal vez porque se ha desarraigado la autoridad legítimamente constituida, tal vez porque se ha desarraigado la autoridad de su origen último, que es Dios. Se ha olvidado que el acatamiento que se debe a la ley, obliga por igual a todos, a quienes poseen la fuerza política, económica, militar, social, como a los que nada poseen.

36. Se entiende que por se la reconciliación obra de la caridad y también de la libertad, esta debe restituirse en el pleno ejercicio de los derechos ciudadanos. Así en el diálogo fecundo entre todos los sectores de la patria, podrá encontrarse el modo de convivencia que espete nuestra cultura.

La reconciliación se fundamenta en la caridad y se ejercita en la libertad, pero sólo puede ser perdurable si se edifica sobre al justicia. La afectan ciertamente algunos problemas que en el presente acucian a nuestro pueblo, quien nos los trae a menudo a nosotros, sus pastores, haciéndonos participes de sus penas y preocupaciones

37. Nos permitimos señalar algunos:

-         En el campo económico, aparecen las dificultades cada vez mayores que encuentra nuestro pueblo para satisfacer sus necesidades vitales, alimentación, vivienda digna, salud, educación.

-         Es preocupante el modo como se cuestionan, a veces mediante los medios de comunicación masivos, los valores más hondos de nuestra identidad cultural (familia, respeto a la vida, honestidad y responsabilidad en el trabajo, etc).

-         Y de un modo especial, la situación angustiosa de los familiares de los desaparecidos, de la cual ya nos hicimos eco desde nuestro documento de mayo de 1977, y cuya preocupación hoy reiteramos; así como también el problema de los que siguen detenidos sin proceso o después de haber cumplido sus condenas, a disposición indefinida del Poder Ejecutivo nacional. Esta mención no significa que olvidemos el dolor de las víctimas del terrorismo y la subversión. A ello llegue también nuestra palabra de consuelo y comprensión.

 

 

SEGUNDA PARTE

FUNDAMENTOS DOCTRINALES

 

I. La persona Humana

38.  Como en toda historia, también en la nuestra están en juego la vida y el destino del hombre.

Por lo cual, en el momento en que la comunidad argentina busca reconstruirse para caminar con madurez hacia su futuro, es ineludible partir de al búsqueda siempre renovada y, si es el caso, rectificada de una auténtica concepción del hombre. No se podría determinar un sistema prescindiendo del hombre para forzarlo luego a entrar en él.

Sería vano proyectar minuciosamente una organización cuyo propósito en el mejor de los casos, no fuera más que el de lograr un ordenamiento formal, mecánico y abstracto, que no sirviera a las exigencias perennes de la naturaleza humana ni recogiera rasgos del hombre, históricamente incorporados a nuestra propia nacionalidad.

 

1. Ser personal

39. Los cristianos comprendíamos nuestra visión del hombre al profesar que Dios lo ha creado “a su imagen”6 otorgándole una dignidad que lo emparienta con él mismo, ordenándolo a un fin trascendente, divino.

Su dignidad en el orden natural reside en el hecho de que es persona. Dios y, en el ámbito de esta creación visible, solamente el hombre es persona. Y el hombre es persona porque es espiritual y por lo mismo es inmortal.

Por este motivo el hombre es principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales.7

Dotado de inteligencia, puede conocer la verdad. No sólo sabe que existe, sino cuál es el rumbo que ha de dar a su existencia.

Al poder determinarse a obrar por si mismo, eligiendo el bien, encuentra en su libertad un signo eminente de la imagen de Dios, quien lo ha querido dejar en manos de su propia decisión.8

 

2. Su puesto en el universo y su tarea cultural

40.  Dueño y responsable de si mismo, de su actividad y de su destino, el hombre se encuentra en su existencia ante la tarea de desarrollarse libremente como persona, en todos los niveles de su vida de manera coherente con su propia naturaleza y con el puesto que ocupa en el concierto universal de los seres.

Por ser persona, en efecto, es superior al universo material, del cual ha de servirse mediante el trabajo. Por la misma razón cada hombre es sustancialmente igual a los demás; está llamado a convivir con ellos en el marco de un ordenamiento social. Finalmente, por ser persona, hecho a imagen de su creador, se siente llevado a encontrar a Dios, quien, si bien buscado a tientas, “no se halla lejos de cada uno de nosotros”.9

 

3. El orden moral

41. El puesto que ocupa el hombre en este orden universal de los seres y de los fines, se presenta como un orden moral. Por la dimensión divina de su espíritu, el hombre está llamado a realizar la propia perfección de su persona, libremente, pero ateniéndose a un ordenamiento moral, inscrito por Dios como ley en su misma naturaleza y grabado en su conciencia. La libertad recibida por el hombre no es para destruirse, sino para realizar su propia perfección, en la que encontrará su felicidad personal.

La semejanza con Dios no es tan sólo un hecho dado y acabado, sino una tarea oral que ha de cumplir. El hombre ha de realizarse siempre más y mejor como imagen de Dios.

42. El efectivo dominio del universo material con que organiza un ordenamiento económico humano; la creación de un orden político justo; el deber de hacer un lugar a la adoración a Dios en el templo de su corazón y en medio de la ciudad agitada que construye: todas estas tareas constituyen el imperativo moral, que encauza la libertad del hombre hacia la realización de un mundo más humano.

43. Debido a este aspecto moral, inherente a todos los órdenes de la existencia, los obispos tenemos la obligación de intervenir con nuestra palabra en asuntos que tienen un núcleo ético insoslayable.

44. La inclinación y el ordenamiento moral a la propia realización, que culmina en su fin divino, es connatural a la persona humana. De aquellos emanan los derechos universales e inviolables, a los que el hombre no puede renunciar bajo ningún concepto. Todos ellos constituyen aspectos de su dignidad fundamental, que no puede ser violada u ofendida, y son parte del derecho natural.

Todos los derechos humanos y sus correlativos deberes pueden resumirse en el derecho y el deber de desarrollarse libremente como persona en todos los planos de la existencia humana.

 

4. La cultura

45.  El proceso histórico y concreto como el hombre realiza este desarrollo, constituye el hecho específicamente humano de la cultura. Esta consiste, en efecto, en el modo como los hombres, en diversos espacios geográficos y a través de sucesivas épocas, cultivan su relación con la naturaleza material, entre sí mismos y con Dios, de modo que puedan llegar a un nivel verdadera y plenamente humano.10

El hombre en efecto, “vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura”.11 El es el objeto y término de su tarea cultural a través de la cual se hace más hombre y logra “ser” más.12

46. El hombre verdaderamente es más cuando se realiza de modo integral. Es por ello que con el concepto de cultura queremos significar la totalidad del esfuerzo que emprende el hombre para auto realizarse,13 ya que “todo el hombre” es el que ha de realizarse armónicamente. Así, mediante la técnica y el trabajo, el hombre transforma la materia para su propia utilidad; expresa la belleza a través de la creación artística; enriquece su propia inteligencia orientándola establemente, mediante la ciencia, hacia la verdad; encauza su actividad libre, para ordenarla hacia el bien humano, mediante la moral, especialmente por medio de las virtudes, el derecho y la política.

47. Esta visión total y jerárquica de la cultura que depende de nuestra concepción cristiana del hombre,14 nos permite afirmar la necesidad del “tener”.

No formulamos esta afirmación para confirmar en su actitud a quienes ponen toda su esperanza y desvelo en el tener. Por el contrario, lo hacemos porque es siempre necesario volver a recordar el mundo de los pobres, que no tienen lo suficiente para realizarse dignamente como personas. Ellos tienen necesidad, no simplemente biológicas, sino humana, de tener para poder ser más.

48. Sin embargo, la cultura material se sitúa siempre en la relación esencial y necesaria a lo que el hombre es, mientras que la relación a lo que el hombre tiene, a su tener, no sólo es secundaria, sin totalmente relativa. “Todo el tener del hombre no es importante para la cultura, ni es factor creador de cultura, sino en la medida en que éste, por medio de su tener, pueda al mismo tiempo [...] llegar a ser más plenamente hombre en todas las dimensiones de su existencia”15

Esto mismo nos recuerda que no se puede reducir al hombre a una dimensión meramente material, ni considerar exclusivamente aquello que posee, es decir su producción, sus bienes materiales, etc. La dimensión espiritual de la cultura no es un simple epifenómeno de la dimensión material y económica, ni tampoco el hombre es simplemente el resultado de factores exteriores o de aspectos económicos.

49. Todas estas dimensiones de la cultura están íntimamente vinculadas a la sabiduría eterna por la que el hombre asciende de lo visible a lo invisible, 16 y culminan el la adoración del verdadero Dios, fin último del hombre y meta de la misma cultura. Este ha de ser, en efecto, el camino que recorre el hombre peregrino en busca de la posesión de su último fin. “Para nosotros la alianza interior con la sabiduría es el fundamento de toda cultura y del verdadero progreso del hombre [...] El hombre ha de crecer y desarrollarse como hombre en esta alianza. Debe crecer y desarrollarse a partir del fundamento divino de su humanidad, es decir, como imagen y semejanza del mismo Dios. Y debe crecer y desarrollarse como hijo adoptivo de Dios.”17

 

5. El fundamento religioso

50. “Creado a imagen de su creador.” Mediante esta fórmula bíblica los cristianos profesamos, ante todo, que solamente Dios es Dios. No el hombre, quien es, de aquél, tan sólo una imagen.

Al reservar nuestra adoración a Dios, recordamos que, como hombres, estamos moralmente sujetos al Señor. Otorgamos así un fundamento religioso al orden moral del individuo y de la sociedad. De lo contrario, ¿dónde podría encontrar la sociedad, en cuanto complejo jurídico, un sólido fundamento de su propia existencia?18 Cuando el hombre busca destruir a Dios, se destruye a si mismo.

51. Al reservarle a Dios la única adoración debida, protegemos al mismo tiempo nuestro campo esencial de libertad.19 Ya que ni el poder ni la riqueza son divinos, éstos no deben transformarse en ídolos para el hombre. Por lo que la sociedad, que ha de ser construida también mediante el uso del poder y de los bienes materiales, sin embargo, no ha de ser edificada sobre al adoración del dinero. Persiguiendo solamente la meta de la indefinida dominación y del progreso material, nos convertiríamos en esclavos de una falsa utopía.

Y por lo mismo, puesto que Dios es nuestro único Señor, ningún hombre, ningún grupo de poder, ninguna empresa económica puede erigirse sobre la esclavitud, la degradación o la humillación de los hombres; sea cuales fueren las formas que éstas adopten.

52. “Nada es divino ni adorable fuera de Dios”20

Esta expresión del Episcopado latinoamericano reunido en Puebla es una afirmación de fe, una profesión religiosa. No es solamente una norma legal, sino sobre todo un espíritu para construir y animar la sociedad humana. Si bien este espíritu no ofrece un modelo social o político determinado, sin embargo de pautas esenciales y garantiza un fundamento espiritual.

Asimismo, esta adoración de Dios crea una base de verdad, de libertad y de religión, sin la cual no puede construirse una sólida comunidad, sino tan sólo una agrupación que oscilará permanentemente entre la anarquía y la represión.

53. Dotado de dignidad, por ser semejante a Dios, el hombre puede ofenderse a sí mismo, como también ser ofendido por otros. Solamente Dios y, en el ámbito de esta creación visible, el hombre, son susceptibles de ofensa.

Pero Dios es ofendido también cuando es ofendido el hombre, que es su imagen. Así como cuando el hombre es dignificado en esta tierra, Dios mismo resulta glorificado en aquel, a quien llama a ser su hijo.

Cuando el hombre es vejado y degradado, entonces es alcanzado y ofendido el fundamento absoluto de su existencia y de su persona. Por eso Dios es la suprema garantía de la dignidad del hombre. No hay en este mundo ningún acto de amor, por oculto que fuere, que no sea recogido por el absoluto de Dios. Tampoco hay injusticia alguna que, aunque se la pretenda acallar y ocultar, quede ante él definitivamente secreta y silenciada.

Así la afirmación con que profesamos nuestra fe en la creación del hombre a imagen de Dios, se torna juicio sobre nuestra conducta. Condena a quien oprime, justifica a quien ama según Dios.

 

6. Cristo el hombre nuevo

54. Nos volvemos ahora hacia aquellos que profesan con nosotros la misma fe en Cristo a quienes recordamos que la palabra de Dios nos descubre, en toda su profundidad, el misterio del hombre, con sus luces y tinieblas: “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del verbo encarnado”21

55. El único creador de todos, al enviarnos a su Hijo, Jesucristo, como máximo don que nos ha hecho a los hombres, nos ha incorporado a él y nos ha solidarizado misteriosamente con él; ha querido ser así, de un modo nuevo y más íntimo, nuestro Padre. Por eso expresamos nuestra máxima dignidad de hombres cuando, aleccionados por la enseñanza de Jesús, nos atrevemos a considerarnos hijos de Dios y a llamarlo “Padre nuestro”. Profesamos así que él es la defensa y garantía última de sus hijos, los hombres.

56. Ya desde el comienzo de la historia, el pecado nos ha hecho rebelarnos contra nuestra condición de hijos de Dios, ofendiendo de este modo nuestra propia dignidad. Heridos por el mal uso de nuestra libertad, nos sentimos siempre inclinados a ocultarnos de la mirada de Dios, y a desentendernos del hombre.22 Pero la misma palabra de Dios nos enseña que Cristo nos restituye a nuestra vocación y dignidad original recibida al ser creados por Dios a su imagen.23

57. De aquí nuestra estimación por el bautismo, por otra parte tan arraigada en nuestro pueblo. En este rito santo expresamos que Dios nos hace sus hijos; por eso lo consideramos como el sacramento, el gran símbolo religioso, de nuestra dignidad humana.

58. “El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo a todo hombre”24 También aquí encontramos un fundamento de nuestra dignidad y, particularmente, de la dignidad de los pequeños, de los pobres, los que sufren hambre, sed y prisión, enfermedad, ignorancia, soledad y aislamiento. Por eso, como nos enseña el evangelio, ciando hiciéremos algo por ellos –cuando les diéramos de comer, de beber, los visitáramos ...-, lo haríamos por Cristo.25

 

II La Comunidad Humana

 

1.Dimensión comunitaria de la persona

         a) El hombre ser social

59. “Persona” e “individuo” no son términos que se correspondan necesariamente en la filosofía cristiana. El segundo es empleado a veces, en otros ámbitos, para justificar el individualismo absoluto, que desencadenó por reacción las ideologías totalitarias más contradictorias de estos dos últimos siglos, las que han afectado la unidad de al Nación.

El primero, en cambio, apunta necesariamente a la comunidad humana y al bien común.

60. Para el hombre, existir es convivir. Esto no es sólo un hecho que se puede observar, sino un deber y un derecho, porque la persona es esencialmente social. La actitud de aislamiento constituye una falta moral que hiere lo profundo de su ser. Sólo cuando a semejanza de la unión entre las personas divinas realizamos entre los hombres la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad, encuentra su plenitud la imagen de Dios que llevamos en nosotros.26 La sociedad humana se debe a la riqueza de la persona, que busca comunicarse, y a su indigencia, que necesita ser colmada. Riqueza personal que se plenifica en la donación de sí y de sus bienes. Indigencia que se satisface en la acogida de los otros y de sus dones.

61. Este destino maravilloso de comunicación y comunión, fundado en el mismo ser de Dios, es universal. Cada hombre debe integrarse a esa comunidad. Esta, a su vez, logra como conjunto humano su plenitud, si incluye la consecución de los auténticos valores personales por parte de cada uno de sus miembros.

62. Los argentinos debemos sentirnos personalmente vinculados a la comunidad de la Nación con el propósito de compartir, con libertad lúcida y firme, los máximos bienes del hombre, para que sean siempre más patrimonio del conjunto y de cada uno de nosotros.

 

b) Índole moral de la vida social.

63. La vida en sociedad es un llamado de Dios, y se debe realizar como tarea ética, es decir, con conocimiento de la verdad, deseo del bien y señorío de sí mismo. La realización de toda comunidad, incluso la nacional, se mide por la verdad, el bien y la libertad, por la sabiduría, la justicia y el amor que la conforman.

64. La libertad, que es la capacidad de disponer de nosotros mismos para la comunión y participación, ha de realizarse en la totalidad orgánica y jerárquica de tres planos inseparables, a saber: la relación del hombre con el mundo como señor del mismo, con las personas como hermano, y con Dios como hijo.27

La comunidad ha de abrir para todos, con igualdad de oportunidades, estos caminos de libertad. Las injusticias cometidas en cualquiera de estos niveles ponen en peligro la justicia en los otros, porque la conducta moral de cada individuo tiende a ser unitaria en virtud de la opción fundamental que éste toma.

65. Por eso, la corrección o incorrección moral en uno de los campos de la existencia, influyen en mayor o menor medida en los otros.

Una Nación, para ser más comunidad, ha de favorecer la integridad de la moral de sus ciudadanos, porque todo obrar personal tiene repercusión comunitaria.

66. Los argentinos, cada uno en cuanto persona, y cada grupo en cuanto integrante del conjunto social, han de examinarse con humilde sinceridad sobre su comportamiento moral y han de tomar conciencia sobre la proyección comunitaria de sus actos. No han de temer hacer este examen los grupos más significativos de la vida argentina: las asociaciones profesionales, los partidos políticos, las Fuerzas Armadas, las mismas comunidades cristianas y sus ministros. ¿Es el bien común el inspirador de todo comportamiento social? ¿O tal vez lo es la conveniencia del individuo o del grupo que logra el poder? ¿Desechamos instintivamente el enunciado anticristiano de que “el fin justifica los medios”? ¿O tal vez ese falso principio se ha adueñado de nuestros hábitos sociales cuando se lucha, sea por una transformación violenta de nuestra sociedad, sea en su defensa?

 

c) Justicia y fraternidad

67. La comunidad se constituye por la acción de todos sus miembros. Aunque haya diversas funciones, todos tienen la responsabilidad de sostenerla y enriquecerla con el servicio de sus virtudes. No bastan actos aislados socialmente buenos. Son necesarias las actitudes permanentes, que es lo que llamamos virtudes sociales.

Destacamos la justicia por la cual se ejercen derechos y se cumplen deberes, y se distribuyen las cargas y los bienes conforme a la ley.

68. La sola justicia, sin embargo, no es suficiente para regular la conducta de una comunidad.

Sólo la amistad social reúne a los hombres de acuerdo a su condición de personas y de hijos de Dios. No basta que se distribuyan los bienes conforme a normas positivas. Es preciso que se produzca el movimiento de comunicación de los propios valores a los demás: esto es el amor. Y que sea recíproco: esto es la amistad, la cual, cuando se realiza entre hijos de un mismo Padre, se eleva a fraternidad.

“Es deber de todos, y especialmente de los cristianos, trabajar con energía para instaurar la fraternidad universal, base indispensable de una justicia auténtica y condición de una paz duradera. No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios. La relación del hombre para con Dios Padre y la relación del hombre para con los hermanos están de tal forma unidad que como dice la escritura, el que no ama no conoce a Dios (1 Jn. 4,8).”28

 

2. Las comunidades históricas concretas

69. De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos responden más inmediatamente a su naturaleza profunda, como la familia y la comunidad política; otros proceden más bien de su libre voluntad. Estos últimos, en nuestra época y en concreto en la Argentina, se multiplican sin cesar, dando origen a  variadas asociaciones, sean de derecho público, sean de derecho privado.29

 

a) La comunidad familiar

70. La primera comunidad humana es la familia. Es generadora del individuo y de todas las otras sociedades. Dios la ha constituido sobre la base del matrimonio monógamo e indisoluble, con el atributo de la fecundidad. En ella se experimentan las relaciones fundamentales con que el hombre entreteje su vida: paternidad, filiación, fraternidad, nupcialidad, trabajo, adoración. En ella se aprende a vivir y a cultivar las virtudes humanas y cristianas. Allí se puede experimentar la ley de la caridad con una hondura tal que se llega, fácilmente, hasta el perdón y la reconciliación.

71. La familia es origen y célula de la vida social, su prototipo, fuerza motriz de la cultura de las naciones.

Se ha de procurar que el espíritu de familia transforme con sus valores la vida y la cultura nacional.

La Nación que descuidad o deteriora la familia está atentando contra sí misma. Si bien es cierto que la legislación argentina, al contrario de lo que lamentablemente sucede en muchos países, rechaza el divorcio y castiga el aborto, no obstante, nuestra familia sufre, en la práctica, el impacto tremendo de las separaciones y divorcios, que van desgarrando el tejido de nuestra sociedad. Asimismo, se debe llorar también el ingente número de abortos, que transforma impunemente en lugar de egoísmo y muerte lo que debe ser hogar de amor y vida, cuyo único dueño es Dios.

Por otra parte, y en otro orden de cosas, no se nos oculta la incertidumbre que la actual situación económica provoca en la familia argentina.

 

b) Asociaciones intermedias

72. Las asociaciones intermedias son núcleos humanos ligados por la prosecución de un bien común particular, que puede ser de índole cultural, laboral, política, religiosa, económicas, benéfica, y que, para proteger la estabilidad del bien perseguido y la de los miembros, se organizan a través de una estructura, en la cual fijan los objetivos, la forma de asociarse y las relaciones con el Estado y con los demás núcleos sociales.

La finalidad de toda asociación intermedia es el bien del hombre, que se logra en su forma más plena dentro de la Iglesia y de la Nación, y que se busca en forma parcial en la asociación misma. Bien particular que, de hecho, es enfatizado y procurado con mayor intensidad gracias a ella.

73. Junto con la familia, estas asociaciones son la fuerza equilibradora de una Nación, a la vez que expresan y acrecientan su cultura y madurez.

Las asociaciones intermedias han existido siempre, aun cuando han asumido estructuras elaboradas en formas diversas. Pero es innegable que la participación social es progresiva, y difícilmente se encuentre un hombre que no pertenezca a uno o más de estos grupos.

74. En el amplio y variado espectro de entidades intermedias en que se desenvuelve la vida de nuestro pueblo, cabe plantearnos algunos interrogantes.

-         Los municipios, ¿representan el lugar de las esperanzas de todos para una justa distribución de servicios, que haga real la digna integración de cada familia, sin marginaciones, en la comunidad?

-         Las sociedades vecinales, ¿consiguen asumir e interpretar la totalidad de las familias de la pequeña comunidad, tanto en lo material, como en lo cultural, en lo moral y en lo espiritual?

¿Se constituyen en medios de sana unión, desprovistas de corrientes ideológicas?

-         Los partidos políticos, ¿representan en su totalidad valores y principios previamente existentes en el pueblo, o bien, se aferran a plataformas que pudieran haber estado –algunas de ellas- concebidas al margen de la historia y de la realidad nacional, o haber sido válidas en otro tiempo y no tanto ahora? ¿Procuran una suficiente capacitación y actualización de sus líderes?

¿Buscan en la doctrina social de la Iglesia elementos aptos para un mejor discernimiento de las situaciones y problemas del país?

¿Procuran un sabio esclarecimiento en el pueblo, para lograr decisiones sólidamente pensadas y actitudes ciertamente personales, sin masificación ni fanatismo?

-         Los gremios, ¿llegan a constituirse en todos los aspectos del quehacer laboral, profesional y de servicios, con la adecuada eficiencia, con una amplia libertad interna, con una adecuada apertura, diálogo e integración?

-         ¿Se logra habitualmente una debida preservación de la especificidad gremial?

-         Las entidades representativas del ámbito empresarial, ¿encuentran caminos abiertos para una consolidación y expansión que asegure y acreciente las fuentes de trabajo?

-         ¿Reflejan actitudes humanitarias y comprensivas en el delicado problema de los precios y salarios?

-         Los clubes deportivos, ¿constituyen hoy un medio eficaz para el sano esparcimiento de todos, para el cultivo generalizado de las cualidades físicas y virtudes morales de toda la juventud, para la unidad y fraternidad en las competencias; o bien, se prestan, en muchos casos para ser simples empresas de espectáculos comercializados, donde incluso el hombre tiene una cotización monetaria; o llegan aún a ser factores de tensiones y rivalidades negativas?

Interrogantes similares podrían hacerse respecto a muchas otras entidades de gran valía en el campo educativo, profesional, cultural o cooperativo. Pero siempre con el ánimo de lograr, en una sincera revisión la verdadera identidad y función propia de cada una en el conjunto del gran tejido social de la Argentina.

En verdad, las comunidades intermedias pueden ayudar mucho a desarrollar los grandes hábitos de solidaridad, que harán alcanzar mejor el fin, que anima a todos, de comunión y participación.

 

3. La Iglesia, fomento de la sociedad

75. Como Cristo es el hombre perfecto, la Iglesia, que es su cuerpo místico, es también la comunidad en plenitud a la que el Padre llama a todos los hombres.

La profunda y misteriosa unidad que el espíritu de Cristo crea entre los hombres, se expresa en la vida de las virtudes, sobre todo de la caridad sobrenatural, que supera la altura y la fuerza de todo otro vínculo.

76. Esta comunión revierte sobre al comunidad civil. La vida de la caridad y las otras virtudes cristianas se ejercitan en medio de la Nación y la benefician con su riqueza.

El hijo de la Iglesia tiene la posibilidad y el deber de asumir su vida social con la vida nueva de la gracia, para iluminarla, purificarla y robustecerla.

La vida de la Iglesia se debe construir de tal manera que, respetando la autonomía de la sociedad temporal, la auxilie y, por medio de sus hijos, la enriquezca y consolide.

 

III. La Comunidad Nacional

 

1.La Nación como realidad cultural y entidad política

         a)Nación y cultura

77. La Nación es fundamentalmente la comunidad de hombres congregados por diversos aspectos, pero, sobre todo, por el vínculo de una misma cultura.30 Reunidos así por una idéntica concepción del hombre y del mundo y por una sola escala de valores, que se traducen en actitudes, costumbres e instituciones comunes, los hombres constituyen un pueblo o Nación.31

78. La Nación, entendida como realidad cultural, lleva a plantear temas como los de la soberanía, la identidad y unidad nacional; a situar los aspectos particulares en el cuadro total de la vida nacional y a reflexionar sobre los problemas más inmediatamente perceptibles, a partir de los fundamentos espirituales y morales de la misma comunidad nacional.

79.  a) La cultura otorga a la Nación su propio ser, su propia identidad y, así, una soberanía fundamental.32

Conscientes, por cierto, de la responsabilidad que compete a la Nación de defender su propio territorio y fuentes de vida, hemos de devolver toda la importancia prioritaria que tiene el esfuerzo por mantener la propia identidad y los propios valores contra la influencia de presiones y modelos de vida que desestructurarían nuestro propio ser y nos entregarían a dominaciones inaceptables. Cometido este que lograremos principalmente mediante el fortalecimiento de las fuerzas espirituales de nuestra cultura.

80. b) Una cultura nacional no implica una identidad uniforme. La Nación puede congregar, en torno a un núcleo de valores básicamente común, diversas regiones culturales, que tienen su propia característica particular. Variedad esta que no daña, sino que enriquece a la cultura común.

Asimismo, la cultura de un pueblo está esencialmente condicionada por la evolución histórica, lo cual hace imposible pensar la identidad nacional como algo estático. Por ser histórica, la cultura es una realidad dinámica susceptible de transformaciones; toda fijación en un momento histórico cualquiera significaría esclerosis y muerte.

81. Son diversos los factores que, en la evolución histórica, condicionan a una cultura nacional; la relación con otras culturas particulares, tan intensificada en la actualidad, el progreso de la ciencia y de la técnica, con los fenómenos de industrialización y urbanización que trae aparejados; la aparición de nuevas concepciones del hombre y de diversas ideologías.

La evolución histórica, a través de estos factores, condiciona a una cultura nacional en el sentido de que afecta la misma configuración de la conciencia de valores de un pueblo, es decir, su estilo de vida, en su raíz y de este modo su propia identidad en su escala más profunda.

82. Esto da lugar a la aparición de nuevos valores y pone a un pueblo ante la opción de integrarlos a su propia jerarquía axiológica y estilo de vida. Da lugar también a la aparición de nuevas concepciones y nuevas y diversas escalas de valor, que tienden a quebrar la unidad antes existente e introducen un pluralismo cultural. Al único tipo de valores y normas que la sociedad transmitía a todos, dándole unidad y cohesión, sucede un pluralismo de opciones y modos de vida, cuya elección está supeditada a la libertad de los individuos. El grado de desintegración de la cultura heredada puede ser mayor o menor. En la medida que acontece, se plantea una crisis de la Nación, entendida como realidad cultural. La Nación tiende a concebirse y a realizarse cada vez más como una entidad política del Estado, que reúne, bajo un mismo poder centralizado, un pluralismo cultural o ideológico.

83. En tal situación, el bien común, que tiene un carácter histórico y dinámico, necesita ser reformulado por la comunidad. Nos referimos al bien común sobre todo en cuanto implica una escala de valores a la que los miembros de la Nación aspiran y que se comprometen a realizar en común. Dentro de un pluralismo que no elimine libertades fundamentales, la comunidad ha de acordar una base de unidad en su convivencia espiritual.

La reformulación de esta escala de valores habrá de ajustarse a ciertas normas generales. Ante todo, ha de estar de acuerdo con la ley moral natural. La misma identidad y continuidad histórica de la Nación exigirá que se mantengan características esenciales incorporadas a la nacionalidad, que también pertenecen al bien común.

La necesaria adaptación o reformulación del mismo, deberá ser resultado de la voluntad de la mayoría y de respeto y debida participación de la minoría.

84.La Iglesia sabe que no debe proyectar sobre la comunidad plural de la Nación la misma exigencia de unidad creyente y católica que reclama de sus propios miembros, aun cuando tiene plena conciencia de su misión de anunciar el evangelio a todos los miembros de la misma que quieran escucharlo, para que formen un solo rebaño bajo un solo pastor.33

La Iglesia no busca ocupar una posición de privilegio en el poder o estructura del Estado, ni aún con la buena intención de valerse de ella para predicar el evangelio. Ella pide del estado respeto por una misión que sólo a la Iglesia le incumbe y libertad para desempeñarla, a fin de que la fuerza espiritual de la palabra evangélica pueda influir como inspiración cristiana de la sociedad.

 

b) Nación y Estado

85. Al volver ahora nuestra atención a la Nación Argentina, considerándola como comunidad de ciudadanos que se ha organizado políticamente en un mismo Estado nacional, es nuestro propósito reafirmar algunos principios capitales de la enseñanza social de la Iglesia. Principios que se refieren al bien común, a la igualdad de todos los ciudadanos y a su participación en la vida y en la organización de la comunidad política.

 

2. El bien común

         1) Razón de ser de la comunidad política

86.  Las personas, las familias y los diversos grupos que constituyen la sociedad civil, insuficientes por si solos para lograr un nivel de vida más plenamente humano, necesitan reunirse a fin de cooperar en el logro de un bien común más universal que el que les brindan el grupo familiar y otros grupos intermedios.

Surge así el Estado, el cual, como comunidad política y como autoridad, encuentra su finalidad en la prosecución del bien común, de la cual deriva su derecho propio y primigenio.34

 

2) El bien común de las personas

87. El bien común es, en definitiva, el bien de las personas. Por lo cual el criterio para definirlo es la persona misma, es decir, la propia perfección o realización integral de la persona humana.

88. De aquí que sea entendido como “el conjunto de condiciones de la vida social, que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”.35

Por cierto el bien común no consiste en la mera existencia de bienes exteriores y objetivos, sean de orden material, como las riquezas, sean de orden espiritual, como las instituciones culturales y educativas; el bien común estriba en la posibilidad de tener acceso a dichos bienes e instituciones por parte de todos los miembros de la comunidad, ya que el bien común es el bien inherente a las personas mismas. A la mera existencia de bienes exteriores y objetivos, añade un elemento de carácter organizativo, esto es , un ordenamiento de la sociedad que permita efectivamente el disfrute de dichos bienes por parte de todos los miembros.36

89. Esto muestra también que el bien común no puede confundirse con el orden externo, por más importante que éste sea. “El orden social y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden de las cosas”, en el que se comprenden las instituciones “debe someterse al orden personal y no al contrario”.37 No se lograría el bien común solo con lograr el orden externo y un perfecto funcionamiento de las instituciones y su progreso a costa del bien de las personas, ello significaría invertir gravemente aquellos órdenes. Tampoco se puede confundir el bien común con el bien de los organismos de la autoridad pública, y mucho menos con sus riquezas. Sólo pasa a ser bien común lo que es participado por el pueblo.

 

3) El bien común, resultado de la cooperación de las personas

90. El bien común es un deber que incumbe a todos los ciudadanos, quienes, si bien libres, no pueden usar su libertad de forma arbitraria o puramente egoísta. La libertad no es para que cada individuo se complazca en el goce privado de usarla solamente en provecho de su propio bien particular.

Quien quiera vivir como miembro de una Nación, además de saber que el esfuerzo material y cultural de los demás es necesario para su propio perfeccionamiento particular, ha de tener conciencia de que también su propio perfeccionamiento individual incide en bien de los demás. Consciente de participar de un bien común que le brinda la comunidad ha de tener el compromiso y la lealtad de hacer a todos los demás participes de su propia autorrealización personal, compartiendo con ellos o poniendo a su servicio el propio bien particular.

Una comunidad, una Nación, en efecto, se construye a través de este tejido de recíprocas comunicaciones entre los miembros de la misma, lo cual constituye el bien común en su sentido más profundo, propio de cabal.

 

4)Bien común, deberes y derechos de las personas

91. Como se ha dicho, el bien común consiste en el conjunto de bienes que, logrados con la cooperación de todos los ciudadanos, deben ser jurídica y efectivamente accesibles a todos, de modo que todos gocen de una igualdad de oportunidades para su propio perfeccionamiento personal.

De aquí la vinculación existente entre el bien común por una parte, y por otra los derechos y deberes del hombre. Como ha observado Juan XXIII, “en la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana”.38

 

5) Estado y bien común

92. En realidad el Estado surge de los hombres, las familias y los diversos grupos, en cuanto se reúnen para cooperar en la realización del bien común, es decir, para defender sus propios derechos, de los que ni la comunidad política ni la autoridad del Estado son fuente, sino custodio. Mientras las personas, al reunirse en la comunidad política, se ponen al servicio del bien común de todos, el Estado está al servicio del bien común de las personas.

93. La observación de Juan XXIII antes referida, al vincular el bien común con los derechos y deberes de al persona, es coherente con el principio de que la función de la autoridad en el Estado es esencialmente jurídica, esto es, “que la misión principal de los hombres de gobierno deba atender a dos cosas: de un lado, reconocer respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos, de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes, debe ser el oficio esencial de todo poder público”.39 ”La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común, y al hacer esto ha educado también buenos ciudadanos para cada Estado. Ella, además ha enseñado siempre que el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de al sociedad; de aquí derivan sus derechos fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre. El bien común, al que la autoridad sirve en el Estado, se realiza plenamente sólo cuando todos los ciudadanos están seguros de sus derechos. Sin esto se llega a la destrucción de la sociedad, a la oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de intimidación, de violencia, de terrorismo, de lo que nos han dado bastantes ejemplos los totalitarismos de nuestros siglo. Es así como el principio de los derechos del hombre toca profundamente el sector de al justicia social y se convierte en medida para su verificación fundamental en la vida de los organismos políticos.”40

 

6)Estado y persona humana

94. La persona, pues, por estar moralmente ordenada a su propia perfección trascendente, hacia la que ha de orientar toda su vida, es superior al Estado. Pero, por ser miembro de la comunidad política del Estado, la persona humana está subordinada en todo lo atinente a la consecución del bien común. No se trata de abdicar de sus derechos esenciales, sino de acatar un ordenamiento que los torne menos vulnerables y más eficaces en su ejercicio.

95. La autoridad del Estado tiene la misión unificadora de hacer converger los intereses y esfuerzos de todos hacia el bien común. Tarea esta que no ha de ser cumplida de un modo mecánico y despótico, sino obrando sobre todo como una fuerza moral que busca persuadir a hombres libres, poniéndolos ante la propia responsabilidad.41

En efecto, “la autoridad consiste en la facultad de mandar conforme a la recta razón. De ello se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin”.42 En realidad, la autoridad, que recibe del orden moral su propia norma y límite, recibe del mismo también su propia dignidad. Porque la dignidad del hombre proviene de ser imagen de Dios; la dignidad de la comunidad política, de la comunidad moral querida por Dios; la dignidad de la autoridad del Estado, de su participación en la autoridad de Dios.43

“Por este motivo, el derecho de mandar, que se funda exclusiva o principalmente en la amenaza o temor de las penas [...], no tiene eficacia alguna para suscitar en el hombre la búsqueda del bien común y, aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la dignidad del hombre, que es un ser racional y libre. La autoridad no es, en su contenido substancial, una fuerza física; por ello tienen que apelar los gobernantes a la conciencia del ciudadano, esto es, al deber que sobre cada uno pesa de prestar su pronta colaboración al bien común.”44

 

7) Sociedad, Estado y Ley

96. La sociedad que se ha organizado políticamente en un Estado, debe regir su conducta por la ley natural y la ley positiva, la ley constitucional y otras leyes que dicte, las cuales deben procurar el bien común. Todos los ciudadanos deben, con sano respeto, observar la ley cuidadosamente. La autoridad, por su parte, debe hacer cumplir las leyes establecidas sin obrar con arbitrariedad. La vigencia de la ley es garantía de justicia para todos, sobre todo para los más indefensos; su debilitamiento afecta al cuerpo social.

97. Una sociedad muestra su vigor cuando se sostiene en el marco de la ley y no rompe la continuidad de sus autoridades por intervenciones revolucionarias injustas. Aunque pueda haber revoluciones justas, sin embargo es preciso insistir que una sociedad debe normalmente crecer sin esas intervenciones, las cuales, por ser medidas de fuerza que no tienen los controles normales de la autoridad, puedan dar lugar a injusticias tan grandes como las que se quiso combatir.45

 

8) Principio de subsidiariedad

98. En virtud de este principio el Estado, ordenado por su propia naturaleza al servicio del bien de sus miembros, debe intervenir en la actividad privada o dejar de hacerlo, según lo exija el bien de los ciudadanos.

El principio de subsidiariedad tiene, en efecto, un doble contenido.

Con él se afirma, ante todo, que el Estado no ha de realizar lo que pueden hacer los individuos y comunidades inferiores,46 de modo que le es posible injerirse en la actividad propia de éstos sólo en la medida en que sea inevitable o por lo menos muy conveniente.

El mismo principio tiene también un contenido positivo: el Estado debe procurar a los individuos y comunidades menores todo aquello que sólo él puede brindar o puede procurárselo mejor que los particulares. En este sentido cabe el Estado la función social y la obligación de asistir a los particulares para posibilitarles el ejercicio efectivo de sus derechos, es decir, para que éstos hallen los medios que les sirven para su perfeccionamiento.47 De poco serviría, en efecto, proteger la libertad, si los particulares no recibieran el apoyo positivo requerido para el desarrollo de sus derechos.

Para aplicar, pues, en su totalidad el principio de subsidiariedad hay que dejar establecido el carácter complementario de esta segunda función asistencial, con respecto a la primera.48 Pero también hay que mantener en claro que aquella primera función condiciona el ejercicio de esta otra en el sentido de que las medidas de política económica o social sólo pueden ser adoptadas por el Estado siempre que se garantice la iniciativa privada;49 de esta manera, la asistencia que ha de prestar el Estado no se convertirá en providencialismo.

Quedan así fijadas, en líneas de principio, la legitimidad y los límites de la intervención estatal

99. La complejidad social de nuestra época trae consigo que los poderes públicos se vean obligados a intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural, con el fin de crear condiciones más favorables, que ayuden a los ciudadanos y a las asociaciones intermedias en la búsqueda libre del bien integral del hombre.50

100.        Dicha intervención es reclamada de un modo particular por la urgencia de un desarrollo que ha de ser puesto al servicio de todo el hombre y de todos los hombres; que ha de ser acompañado con las exigencias de la justicia social y con la particular protección que se debe otorgar a los débiles y marginados. De aquí que sea necesario conjugar el respeto a la iniciativa privada con la planificación y la intervención estatal. La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no sería suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. No hay que arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los ricos y la potencia de los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y añadiéndola a la servidumbre de los oprimidos. Los programas son necesarios para animar, estimular, coordinar, suplir e integrar la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas agrupadas en esta acción común. Pero ellas han de tener cuidado de asociar a esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluiría el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana.51

101.        Llamamos la atención particularmente sobre algunos aspectos. El principio de subsidiariedad no puede ser invocado solamente para aplicarlo en el sentido de una de sus funciones: la que obliga al Estado a intervenir con su asistencia o la que le prohíbe hacerlo, invadiendo la actividad privada. Hay que aplicarlo encontrando el equilibrio que se basa en la complementariedad de las dos funciones.

Tampoco ha de aplicarse sólo en el terreno económico. El principio tiene vigencia en todos los ámbitos de la comunidad: cultural, social, económico. El principio de que el Estado no ha de intervenir en la iniciativa y actividad privada, no se refiere solamente a la empresa privada, sino también a otros grupos intermedios e instituciones. No sería coherente hacerlo valer para el ámbito económico y no para el educativo, para la empresa privada y no para otras asociaciones. Sobre todo no ha de invadir el ámbito sagrado de la familia.

 

3) Igualdad y participación

         1) Igualdad y diversidades

102.        Sería difícil encontrar quien niegue teóricamente que la comunidad política ha de ser edificada sobre la base del reconocimiento de la igualdad de todos los ciudadanos. No se trata de desconocer la existencia de diversidades físicas, intelectuales y morales entre los hombres, sino de dejar claramente establecido el principio de la igual dignidad de las personas humanas y de sus fundamentales derechos: “En el seno de una patria común, todos deben ser iguales ante la ley, tener iguales posibilidades en la vida económica, cultural, cívica o social; y beneficiarse de una equitativa distribución de la riqueza nacional.”52

 

2) Participación

103.        a) Justificación ética. Es la misma evolución cultural, económica y social la que impulsa; desde el interior de los pueblos, a una mayor participación en todos loa ámbitos de la vida, incluido el político.53

Dicha aspiración, siempre más creciente en nuestros tiempos, tiene su justificación ética.

Pues la persona humana, por ser dueña de su destino, no solamente es fin, sino además, sujeto activo y creador del orden político dentro del que ha de vivir y que incide fuertemente en su destino.

Libre y responsable de sí misma, la persona humana tiene el deber y el derecho de intervenir en aquellas decisiones que le conciernen.

Por otra parte, el mismo bien común, que es la razón justificadora de toda comunidad política, consiste en la tutela de los derechos de la persona. Tutela que no podrá resultar eficaz, si no está jurídicamente organizada la intervención del pueblo en la política.54 Pero, recíprocamente, no podrá el pueblo participar en la política si no existe un orden jurídico-político que protejo mejor en la vida pública los derechos de la persona. Porque la garantía de esos mismos derechos “es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública”.55

104.        b) Participación y soberanía del pueblo. El sentido más amplio y profundo de la participación del hombre en la vida de una Nación políticamente organizada, se traduce en la soberanía del pueblo que, según el lenguaje de la Iglesia, consiste en el derecho del mismo a ser artífice de su propio destino y “soberano de su propia suerte”.56

105.        La soberanía del pueblo, quien al ejercerla, legítima la constitución misma del Estado y su ordenamiento jurídico, se proyecta hacia el exterior en las relaciones internacionales, en forma de soberanía nacional. La Iglesia ha rechazado y sigue rechazando todo intento de dominación o hegemonía cultural, política, económica o militar de unas naciones sobre otras.57 Sea cual fuere el modo como dicha dominación se ejerza, tiene siempre por resultado impedir, en mayor o menor grado, que los pueblos sometidos se desarrollen, crezcan y maduren según su propio ritmo y decisión.

Pero la Iglesia ha advertido también contra una concepción excesivamente estrecha de la soberanía nacional que, en nombre de un falso nacionalismo, se niega a una leal colaboración entre los pueblos y los Estados nacionales, aún cuando, como en el caso de los países de América Latina, la comunidad de historia, de cultura, de intereses y de destino están señalando claramente la necesidad de cooperación y de integración.

106.        La otra dimensión de la soberanía del pueblo se manifiesta en el interior de cada Nación. Ella consiste en el derecho y el deber de constituirse y organizarse como Estado nacional, de darse las instituciones básicas y fundamentales de funcionamiento y de elegir libremente la forma de gobierno que más convenga a su idiosincrasia, aspiraciones e intereses, con la única limitación de que esa forma de gobierno sea de tal índole que respete la dignidad y los derechos fundamentales de las personas y los grupos humanos naturales de la sociedad, y entre ellos primordialmente la libre participación activa en la construcción del propio destino nacional a través de la vida social y pública.58

107.        Ambas dimensiones de la soberanía exigen ciertamente la participación del pueblo en el ejercicio del poder: “El sentido esencial del Estado como comunidad política, consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone, el pueblo, es soberano de su propia suerte. Este sentido no llega a realizarse si, en vez del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los demás miembros de la sociedad. Estas cosas son esenciales en nuestra época, en que ha crecido enormemente la conciencia social de los hombres y con ella la necesidad de una correcta participación de los ciudadanos en la vida política de la comunidad, teniendo en cuenta las condiciones de cada pueblo y del vigor necesario de la autoridad pública.”59

 

4) El orden político social

         1) El movimiento histórico universal

108.        La doble aspiración hacia la igualdad  la participación trata de promover, en la época moderna, un tipo de sociedad democrática.60 Ya existieron entre nosotros, durante la época española, formas de participación política y social, como lo demuestran los cabildos civiles.

109.        La época moderna se caracteriza, entre otras cosas, por su creciente movimiento democrático. En un primer momento la Iglesia tuvo que discernirlo de la filosofía liberal que lo impulsó. Rechazó así la concepción de la autoridad como soberanía independiente y absoluta que eximía a su sujeto, el pueblo o el Estado, de todo sometimiento a un orden moral natural, anterior al mismo pueblo o Estado. Pero la Iglesia, recordando, sin embargo, que solo Dios es la fuente de la autoridad y el fundamento de las leves, recogió el contenido esencial del régimen democrático, en el sentido de que, en contra del absolutismo del Estado, hacía del pueblo, en lo humano, el sujeto primero de la autoridad y su inmediato transmisor a los gobernantes elegidos.61 y afirmaba algunos derechos humanos, principalmente los de libertad de expresión política y religiosa.

La posterior confrontación de la democracia con los totalitarismos del siglo presente, que absorbían la persona humana en la totalidad del Estado omnipotente, permitió también a la Iglesia rescatar con plena claridad el núcleo, más profundo y auténtico, del movimiento democrático: la prioridad, en su orden, de la persona humana sobre el Estado. Principio este que implicaba el respeto de los derechos fundamentales del hombre, la participación de los ciudadanos en la vida y en la organización política de la Nación, y la consecuente limitación y control del poder, por parte del pueblo, en los regímenes democráticos.

110.        Por otra parte, el llamado “problema social”, como problema de injusto sometimiento y desigualdad entre clases y entre pueblos, llevó a la Iglesia a reafirmar en su enseñanza el anhelo de justicia social como relación justa entre sectores sociales en la interioridad de al Nación y de los pueblos entre sí, a la afirmación de los derechos sociales y de los derechos de los pueblos. En la enseñanza social de la Iglesia y en los movimientos sociales cristianos venían a integrarse, pues, la aceptación de la democracia política, históricamente canalizada por el liberalismo; la aspiración hacia la democracia social, vertida por las corrientes de tipo socialista; y el esfuerzo por defender una justa soberanía nacional, implicado en las corrientes nacionalistas.

 

2) El proceso histórico de nuestro pueblo

111.        También en nuestra patria el desarrollo histórico ha manifestado diversas corrientes políticas que procuraron llevar al pueblo a participar activamente en la vida y en la organización de la comunidad. La adhesión al sistema democrático de gobierno de estas corrientes es el rasgo característico que las define, y que muestra la aceptación que de él hace el pueblo en general.

Desde la democracia restringida de los primeros años de nuestra organización nacional, hasta la esforzada conquista de una democracia política ampliada, a través del voto universal, obligatorio y secreto consagrado por la ley, y del sufragio femenino; desde la democracia política de carácter individualista, hasta la democracia social formulada mediante una avanzada legislación laboral y de seguridad social; desde un régimen que enfrentaba al ciudadano aislado y desprotegido con un Estado teóricamente neutral, hasta la formación y fortalecimiento de importantes sectores sociales como sociedades intermedias que reclamaron y obtuvieron un lugar en la vida social (asociaciones gremiales de obreros y empresarios, entidades profesionales, sociedades vecinales y de fomento)..., a partir de los orígenes de la organización nacional, hasta nuestros días, la historia del pueblo argentino puede concebirse como una inquietud permanente hacia una participación integral y hacia la consecución de una democracia auténtica.

112.        Además, la aspiración de nuestro pueblo por vivir en una democracia política y socialmente integral se vio con frecuencia frustrada y contenida en su avance. Las repetidas interrupciones del orden institucional, tomadas en su conjunto, significan, de hecho, un freno en el crecimiento del estilo de vida democrática, más allá de la justificación concreta que pudieron tener por la existencia de reales estados de emergencia nacional.

No obstante, los gobiernos de ipso fundamentaron su irrupción en una crisis de las institucionales democráticas y en el objetivo final de restablecer un orden constitucional debidamente saneado. Ello demuestra el arraigo de la democracia en la conciencia nacional.

Del mismo modo, el fraude, las presiones, los condicionamientos electorales, limitaron a los ciudadanos la posibilidad de intervenir en las decisiones de la vida política y socio-económica, e impidieron la participación plena en los asuntos que les concernían.

Asimismo, en distintos momentos de nuestra historia, la vida democrática se vio amenazada y efectivamente interrumpida por el abuso de poder, la irresponsabilidad y la corrupción de los propios dirigentes y funcionarios de los procesos democráticos, que no supieron estar a la altura del pueblo que representaban, o distorsionaron esos procesos, con luchas intestinas por el poder; o por enfrentamientos ideológicos, incluso violentos, ajenos al sentir y a los problemas de la Nación y del hombre argentino.

113.        Como en otras zonas del mundo, también en nuestro país este impulso hacia una democracia de plena participación encontró a veces su inspiración en diversas doctrinas filosóficas e ideológicas que la Iglesia, en su momento, se vio obligada a discernir. En el seno de un mismo pueblo, se produjeron diversas corrientes que chocaron entre sí, excluyéndose mutuamente.

Es un hecho que los movimientos históricos, aun aquellos a través de los cuales el hombre reacciona contra las situaciones inhumanas o menos humanas y busca formas más auténticas de convivencia, no se producen de forma pura. Las posturas surgidas de la afirmación exclusiva del propio interés sectorial y las pasiones en lucha, muchas veces perturban el pensamiento claro y producen desgarrones en el tejido social de la Nación.

Pero sabiamente nos enseñan Juan XXIII y Pablo VI 62 que, como cristianos, hemos de saber discernir entre las falsas teorías e ideologías, y los movimientos históricos concretos nacidos de ellas. Es necesario que los laicos cristianos y todos los ciudadanos recojan de los movimientos históricos los elementos dignos de aprobación que son coherente con los principios de la recta razón y responden a las justas aspiraciones de la persona humana. ¿Acaso no estamos también en la Argentina ante esa tarea de recoger, sin discriminaciones previas, lo auténtico de los movimientos profundamente humanos, canalizados y también a veces deformados en diversas vertientes ideológicas y pragmáticas?

 

3) La búsqueda de un modelo adaptado

114.        Si nos atenemos al nivel directamente político, vemos que el tipo de régimen democrático no presenta un único modelo rígido y uniforme. Por lo cual, a lo ancho del mundo, “diversos modelos han sido propuestos, algunos han sido ya experimentados, ninguno satisface completamente, y la búsqueda queda abierta entre las tendencias ideológicas y pragmáticas”63

También nuestro pueblo se encuentra desafiado por la necesidad de encontrar un modelo adaptado a su propio genio. La experiencia histórica nos enseña que la importación de fórmulas de un país a otro no es la solución mejor para acertar políticamente. La asimilación de la experiencia de otras naciones, que es una actitud de sentido común, no puede suplantar la necesidad de un impulso creativo hacia la búsqueda de un modelo, que ha de surgir de nosotros mismos.

115.        El tipo de sociedad democrática, no obstante su flexibilidad, que le permite traducirse en una pluralidad de modelos concretos y adaptados a cada pueblo, se conserva dentro de ciertos cauces, fuera de los cuales perecería la misma democracia. Puestos ante la tarea de una reorganización de la Nación, habrá que mantener a salvo elementos que, de ser pasados por alto, podrían desnaturalizar o debilitar la estructura democrática y hasta su propio espíritu.

116.        Algunos de estos elementos han sido enunciados por la doctrina social de la Iglesia, la cual considera “perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras jurídico-políticas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre y activamente en el establecimiento de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de la cosa pública, en la fijación de los campos de acción y de los límites de los diferentes organismos, y en la elección de los gobernantes. [...] Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden jurídico-positivo que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de los derechos”.64

117.        Ante la difícil tarea de reestablecer la democracia, señalamos algunas condiciones esenciales para que ella pueda alcanzarse en plenitud, como así también algunos requisitos particulares;

118.        Todos los ciudadanos deben sentir la responsabilidad de ser protagonistas y artífices de su propio destino como pueblo, cada uno según su condición. Son ellos quienes, depositarios de la autoridad que procede de Dios, por su consentimiento dan legitimidad a un gobierno democrático. Esto implica la necesidad de evitar inhabilitaciones personales injustas, proscripciones arbitrarias de grupos o partidos, condicionamientos políticos de diverso tipo que distorsionen la libre expresión de los ciudadanos, a no ser que se trate de movimientos cuya ideología y prácticas sean contrarias a la naturaleza misma de la democracia, la cual debe custodiar y defender, según justicia, su propia existencia.

119.        La mayoría tiene el derecho de gobernar y decidir el rumbo político de la Nación, y la minoría o las minorías tienen el derecho de disentir con ese rumbo y proponer caminos alternativos. La mayoría debe respetar a la minoría en la libre expresión del disenso. La minoría debe respetar a la mayoría en su derecho a la conducción sin una oposición sistemática a la tarea de gobierno en bien de todo el país. Las actitudes de una y otra deben estar siempre subordinadas al bien común.

120.        La separación y el equilibrio de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, que la Constitución consagra, deben tener vigencia permanente y efectiva, evitando la indebida injerencia de un poder en otro y favoreciendo el juego libre y el mutuo control entre sí.

121.        Los partidos políticos son actualmente organismos de la democracia, cuya función esencial consiste en representar en modo global las diferentes ideologías y opciones políticas de una sociedad pluralista y aplicar consecuentemente su programa, si la voluntad popular los conduce al gobierno. Aunque el sufragio es uno de los medios para cumplir esas funciones, los partidos no pueden convertirse en meras empresas electorales cuyos objetivos terminan al día siguiente del comicio. Deben ser verdaderas escuelas de educación cívica y de esclarecimiento político, y practicar una democracia interna que permita la confrontación de ideas y la renovación de los cuadros dirigentes.

122.        La oposición y el disenso deben ser constructivos. En un régimen político democrático hay adversarios, pero no enemigos. La finalidad de la oposición no es la anulación del que piensa distinto, sino la fiscalización serena y justa de la actuación de la mayoría gobernante y la propuesta de alternativas legítimas al juicio del pueblo.

123.        La democracia republicana exige la periodicidad de los mandatos públicos, la amplia publicidad de los actos de gobierno y un garantizado respeto por la libertad de expresión.

124.        La sana democracia deberá evitar estos peligros: la anarquía, o sea, la falta de un adecuado y eficiente ejercicio de la autoridad; el totalitarismo que recarga el ejercicio de la autoridad con acento excesivo y absorbe la actividad de los cuerpos intermedios y de los particulares; el abuso de poder, que distorsiona el ejercicio de la autoridad en bien propio o de grupos sectoriales; la demagogia, que es caricatura de la democracia. Sería demagogia prometer lo que no se está dispuesto a cumplir, o cualquier otra forma de ganar al pueblo con engaño. Pero no debe confundirse la demagogia con la atención y el interés serio de los gobernantes por el pueblo. Por el contrario, es obligación del gobernante preocuparse por el bienestar del pueblo que preside.

125.        No condicen con una verdadera democracia diversas formas de autoritarismo, que pueden invadir la mentalidad y la práctica política. El autoritarismo político descansa sobre un prejuicio de discriminación: sobre la falta conciencia de que solamente un grupo, o una persona por sus condiciones intelectuales o morales, estaría investido de capacidad y derecho para conducir a la Nación y, por consiguiente, de autoridad para gobernar. En su forma extrema, el autoritarismo no acepta la democracia y cae en la dictadura; pero a veces se presenta con una tentativa de adaptación a la democracia, aunque usando diversos mecanismos de marginación política.

El autoritarismo suele enmascarar una forma de dominación de un solo grupo social sobre el resto de la sociedad. Es lo que rechaza la Iglesia cuando reprueba aquella formas políticas que “desvían el ejercicio de la autoridad en la prosecución del bien común, para ponerla al servicio de un grupo o de los propios gobernantes.”65

126.        No puede haber democracia política verdadera y estable sin justicia social. Ello implica la convalidación y cumplimiento en la práctica de aquellos logros sociales que sean justos y legítimos, alcanzados en nuestro caso por el pueblo argentino a través de su historia, y defendidos por la propia Constitución Nacional. No hay posibilidad de progreso político o de crecimiento económico sin un paralelo desarrollo social que, según las necesidades y los valores del pueblo, vaya creando instituciones y estructuras dirigidas a constituir la sociedad con igualdad de oportunidades reales y efectivas para todos sus miembros, y a tutelar, proteger y compensar la situación de sus miembros más débiles o marginados. Un signo de una democracia con sentido cristiano debe ser al universalidad de aquella justicia, con especial atención a los más necesitados.

127.        No hay democracia posible sin una leal convergencia de aspiraciones e intereses entre todos los sectores de al vida política con miras a armonizar el bien común, el bien sectorial y el bien personal, buscando una fórmula de convivencia y desarrollo de la pluralidad dentro de la unidad de objetivos fundamentales.

128.        Esa convergencia exige, por una parte, la iniciativa privada de las personas y los grupos sociales, y por otra, una planificación y coordinación democráticas por parte el Estado, en cumplimiento de su función de administrador del bien común.

129.        No hay democracia estable sin una sana economía y una justa distribución. La libertad y los derechos inherentes a toda democracia implican la responsabilidad y el deber de entregar lo mejor de cada uno a la empresa común de construir una patria justa.

130.        La democracia en la Argentina, por su tradición, exige también un alto grado de conciencia nacional, que signifique resguardar nuestra cultura y valores tradicionales sin cerrarnos por eso a los valores universales legítimos. La grandeza nacional es un objetivo legítimo de nuestra democracia, pero no para pretender ninguna hegemonía internacional sobre otras naciones, sino para cumplir una misión de servicio, proporcionada a nuestras posibilidades y aptitudes en el concierto de las naciones. Esa misión de servicio debe comenzar por los países hermanos de América Latina, a los cuales nos unen, más allá de las diferencias, profundos lazos de comunidad cultural.

131.        La democracia que exige una participación personal, consciente y comprometida, debe preocuparse por la creciente educación cívica de sus ciudadanos, para que no sean muchedumbres gregarias, sino pueblo responsable.

 

4) Normalización de la vida política

132.        Una situación de emergencia nacional puede ocasionar, por razón del bien común, la necesidad de un estado de excepción del régimen político normal. En tal caso, justificadamente, es afectado el ejercicio de algunos derechos humanos. Ante las circunstancias de hechos, como decíamos en otra ocasión, “no podemos pretender razonablemente un goce del bien común y un ejercicio pleno de los derechos, como en época de abundancia y paz”.66

133.        Sin embargo, los responsables de la autoridad no pueden justificar, en virtud del estado de excepción, un proceder que no se ajustara a elementales criterios éticos, individuales o sociales. Entre dichos criterios se encuentran los siguientes:

134.        a) nunca el bien común puede permitir la supresión sino tan sólo la restricción del ejercicio de algunos derechos humanos.67 Como recuerda la enseñanza de la Iglesia y acaba de repetirlo Juan Pablo II: “Aun en situaciones excepcionales, que pueden surgir a veces, no se puede jamás justificar violación alguna de la dignidad fundamental de la persona humana o de los derechos básicos que salvaguardan su dignidad.”68

135.        b) No todos los medios se justifican. Ni el estado de excepción o aun de guerra interna, ni motivos de eficacia militar o de seguridad interna o externa, pueden ser invocados para herir esos mismos derechos. La teoría de la llamada “guerra sucia” no puede suspender normas éticas fundamentales que nos obligan a un mínimo respeto del hombre, incluido el enemigo. Los responsables de la noble autoridad del Estado, que tiene la obligación de defender la sociedad, aun con el uso de la fuerza, cuando fuere necesario, no pueden valerse de los mismos métodos irracionales de que se vale la violencia subversiva, dejándose así atrapar, de hecho, por la práctica o la teoría de la ideología de la violencia. “Cualquier conflicto que surja entre las exigencias de la seguridad y las de los derechos fundamentales de los ciudadanos debe ser resuelto de acuerdo con el principio fundamental –defendido siempre por la Iglesia- de que una organización social existe sólo para el servicio del hombre y para la protección de su dignidad, y que no puede pretender servir al bien común cuando los derechos humanos no quedan salvaguardados.”69

136.        c) El Estado de excepción o de emergencia, por su propia naturaleza transitorio, no puede prolongarse indefinidamente, dejaría así de ser estado de excepción para institucionalizarse. Por ello ha de cesar, una vez cumplidas las finalidades de reestablecer el orden subvertido. “Allí donde por razones de bien común se restrinja temporariamente el ejercicio de los derechos, reestablézcase la libertad cuanto antes una vez que hayan cambiado las circunstancias.”70

Ello mismo urge una debida preparación y reflexión de todos, que asegure una madura decisión política en el momento oportuno.

137.        d) El país ha sido ya informado de que la subversión violenta fue vencida. Con todo el pueblo argentino, nos complacemos de que haya quedado desterrada así una práctica que no ha llegado a seducir a nuestros trabajadores ni a sus organizaciones, y que las Fuerzas Armadas han logrado dominar.

El conato e intención de acudir a renovar las prácticas del terrorismo impedirían la normalización de la vida pública del país, tendiendo a su destrucción, alargando entonces el tiempo de un estado de excepción.

En nombre del evangelio y de la razón, reiteramos nuestra condena más firme a quienes busquen establecer un pretendido orden sacrificando la norma ética que nos impone el respeto a las personas y a la vida, en aras de una supuesta clarividencia política o de una ideología inhumana y antiargentina.

 

5. El orden económico-social

138.        La cuestión económica es una de las que provoca más antagonismos, disputas y guerras entre los pueblos y suscita disturbios y malestar entre las diversas capas sociales de un Estado. Sin embargo, sería erróneo y superficial interpretar que la económica es la única estructura determinante de la historia y la cultura.71

 

1) Fuente originaria de la Economía

139.        La economía surge del mismo hecho social a la vez que de la situación del hombre en el cosmos como señor del mismo: “La tierra se le ha dado a los hombres.” 72 El hombre tiene necesidad del mundo material, no puede prescindir del mismo. Es un hecho empírico a la vez que revelado.73 Al mismo tiempo, el hombre tiene el mandato y la necesidad ontológica de elaborarlo. También es un hecho revelado. [80]

Pero el hombre no establece aisladamente esta relación con el mundo material, sino que tiene la necesidad de compartirlo, de allí el común esfuerzo, a la vez que el intercambio de bienes.

En la misma fuente originaria encuentran su fundamento la propiedad, el trabajo y la asociación de los hombres en la elaboración de la materia.

 

2) Finalidad de la Economía

140.        a) Economía al servicio del hombre. La persona humana en el fundamento, el sujeto y el fin de la economía. Juan Pablo II ha dicho: “La economía será viable si es humana, para el hombre y por el hombre” 75. Este principio genera una concepción social en que el desarrollo económico no puede orientarse hacia la economía misma ni hacia un consumo dirigido por una publicidad generadora de necesidades muchas veces ficticias; ni basarse sólo en la ciencia, la técnica y la dinamización de un capital. La economía depende de la verdadera concepción del hombre y, por lo tanto, el verdadero desarrollo económico “debe ejercerse [...] dentro del ámbito de orden moral, para que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre”76 Por ello, la economía debe satisfacer la plena perfección humana, y, al revisar las estructuras económicas y sociales, hay que prevenirse frente a soluciones técnicas poco ponderadas, y sobre todo ante aquellas que ofrecen al hombre ventajas materiales, pero se oponen a su naturaleza y a su perfeccionamiento espiritual.77

141.        b) Igualdad y participación en lo económico-social. Es preciso poner las exigencias económicas en su debido lugar y crear un tejido social multiforme. Los cristianos tienen el derecho y el deber de contribuir, en la medida de sus capacidades, a la construcción de la sociedad. Y lo hacen a través de los cuadros asociativos e institucionales que la sociedad libre elabora con la participación de todos. Para lograr ese tejido social multiforme, es necesario admitir y respetar la igualdad esencial de los hombre, a la vez que su desigualdad accidental, la cual no puede ser establecida por el factor económico, sino por la peculiar riqueza de la propia personalidad.78

142.        c) Desigualdad y clases. Hablando en términos generales, se puede decir que la sociedad padece una desigualdad económica de tal estilo, que, en vez de generar integración y mutuo enriquecimiento humano, ha llevado a grandes diferencias y a dividir los hombres entre si, y la economía ha dejado de ser un servicio para el hombre, para todos los hombres, y cierra su círculo sobre sí misma, quedando dentro de él unos pocos.79

143.        Al considerar lo dicho arriba, señalamos tres errores que se deben evitar:

a)     El aislamiento social, la segregación individual, la riqueza personal que tiene como término el propio sujeto. Es el error de quienes no saben qué hacer ni con su vida, tú con su cultura, ni con sus bienes.

b)    La masificación, en que la persona pierde matices diferenciales, y en que su aporte personal, creativo, no interesa. Más aún, es temido y destruido.80

c)     La agrupación de los hombres en clases a modo de círculos cerrados, competitivos y agresivos. Clases que agrupan a los hombres, no por razón de una misión o de una comunión, sino por razón de una desigualdad que busca tornarse poder y fuerza al ligarse con los portadores de la misma desigualdad en causa. La clase social así entendida es siempre divisiva, engendra el odio y avasalla los derechos del hombre.

 

3) Derechos sociales y justicia social.

144.      Su Santidad Juan Pablo II recordaba en la Organización de  las Naciones Unidas los derechos del hombre, entre ellos algunos específicamente sociales, como el derecho a la propiedad y a un salario justo, el derecho de reunión y de asociación. [81]

         Ningún sistema político y ningún programa económico pueden ignorar esos derechos sociales, los cuales, por ser precisamente derechos, engen­dran una justicia.

Pío XI es quien comienza a desarrollar la justicia social como tema; [82] y algunos textos suyos dan una noción exacta de la misma, a la vez que serán la base de posteriores documentos del magisterio de la Iglesia sobre la justicia social. Afirmó este Pontífice, por ejemplo: “ A cada cual, por consiguiente, debe dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo necesario que la participación de los bienes creados se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve qué gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos, cargados de fabulosas riquezas, y la incontable multitud de los necesitados.” [83]  Y señaló también que “la economía social logrará un verdadero equilibrio y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno les fueren dados todos los bienes que las riquezas y los medios naturales, la técnica y la organización pueden aportar a la economía social; bienes que deben bastar no sólo para cubrir las necesidades y un honesto bienestar, sino también para llevar a los hombres a una feliz condición de vida, que, con tal que se lleven prudentemente las cosas, no sólo no se opone a la virtud, sino que la favorece notablemente”. [84]

Esta justicia social a lo largo de la enseñanza de la Iglesia ha ido enriqueciendo más y más sus objetivos; el justo salario, la socialización, el derecho de propiedad reconocido también para el pobre y el obrero, la humanización de los lugares de trabajo, la participación activa en la empresa, la posibilidad de tener voz en el plano político y económico.

Concebida al comienzo como una actitud vertical, la justicia social se ha abierto en una dimensión horizontal. Es también la posibilidad de participación en el bien común que un obrero o un sindicato concede a otro obrero o a otro núcleo. Es también la posibilidad que una empresa da a otra. Es la mutua apertura hacia el bien común, posibilitándose los medios, reconociéndose los derechos.

Pero se es tanto más responsable de la justicia social en tanto se es depositario en mayor medida de la conducción hacia el bien común. Los que gobiernan, los que legislan, los que poseen las fuentes de riqueza y de trabajo, todos ellos no pueden caminar hacia el bien común al margen de la justicia social.

 

4) Política social y democracia social

145.          La política social basada en la justicia social y en la participación. tiene como término la civilización del amor, donde el amor es ley que iguala y libera. Libertad, responsabilidad, servicio, comunión, son los signos que dan testimonio de que se ejerce una auténtica política social. Esta política social es fruto de una democracia social, a la vez que la

engendra. [85]

 

5) Elementos de la vida socio-económica

146.          a) Trabajo. La doctrina social de la Iglesia se ha detenido con amplitud en el tema del trabajo. Últimamente, Juan Pablo II lo aborda en todos sus viajes y en muchas otras ocasiones. Dijo el 30 de enero de 1979 en México: "Existe un concepto cristiano del trabajo [...] para que el trabajo se realice como una verdadera vocación de transformación del mundo, en un espíritu de servicio y de amor a los hermanos, para que la persona se realice a sí misma y contribuya a la creciente humanización del mundo y de sus estructuras." Si bien el trabajo es un instrumento productivo, un integrante indispensable para que la tierra sea para el hombre y se aproveche en todas sus potencialidades, es también, y sobre todo, un integrante de la estructura personal del hombre. El hombre necesita trabajar, no sólo para producir, para hacer, para enriquecerse. El hombre necesita trabajar, porque si no lo hace no es feliz, sus energías se paralizan y se convierte para sí mismo en un frustrado y para la socie­dad en un parásito.

El hombre trabaja para sí y para la sociedad. Esta le debe un salario justo, el necesario descanso, el respeto a los derechos familiares, el digno trato de su persona y de su obra.

El trabajo, considerado desde una sana doctrina social, es fuente de equilibrio y de progreso de un país. Sobreviene el desequilibrio cuando los que trabajan no son remunerados debidamente, o cuando las fuentes de trabajo no son suficientes ni estables.[86]

El trabajo no es fin en sí mismo. Por eso hace más plenamente feliz al hombre cuando se llena de espíritu de servicio a los demás y de sentido de oblación a Dios. El obrar del hombre no termina en las cosas, ni siquiera en los otros hombres, también creaturas, sino en Dios mismo, a cuya comunión estamos llamados. El hombre, pues, no ha de llenar todo su tiempo en trabajar para producir y ganar más, sino que ha de tener un debido reposo para su esparcimiento, el libre ejercicio del pensamiento, la generosidad de la fraternidad y la necesidad. de la oración.

147.          b) Propiedad y Capital. Tres textos del Vaticano II son el resumen del pensamiento de la Iglesia sobre este tema: "La propiedad, como las demás formas del dominio privado sobre los bienes exteriores, contribuye a la expresión de la persona y le ofrece ocasión de ejercer su función responsable en la sociedad y en la economía."[87] El derecho a poseer una parte de los bienes, suficientes para sí mismos y para sus familias, es un derecho que a todos corresponde." [88] "La misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes." [89]

Apoyándose en la naturaleza del hombre, la doctrina social de la Iglesia extrae principios, convalidados por el sentido común: sostiene así que no es posible la supresión de toda propiedad privada de los medios de pro­ducción, por cuanto las cosas se cuidan, se administran, fructifican y producen mucho mejor cuando son propias que cuando son comunes, [90] esto sin perjuicio de la "hipoteca social que grava toda propiedad privada".[91]

Sabemos que la ambición y la codicia, que son males morales, y el estilo de vida de la "sociedad de producción-consumo", han llevado a un desorden social. La propiedad no puede ser incontrolada, ni tampoco, como reacción, abolida. Será inútil toda reforma económica y fracasarán los programas económicos, si la propiedad no es éticamente colocada en la vida de la persona, a la vez que socialmente dinamizada en la vida del grupo o de la Nación.

148.   c) Empresa. Desde Pío XI hasta el Vaticano II se hizo un esfuerzo de orientación para que la empresa no se desbordara, aniquilando las coo­perativas, la pequeña industria y el artesanado. A la vez se postuló la armonía interna de la empresa, donde lo normal es que haya diversidad de funciones, pero no clases cerradas y enfrentadas. Es fácil también suponer que la empresa debe ser una realidad humana orientada hacia el bien común y no hacia sí misma.

Sin desmedro de la eficiencia en la producción y distribución de bienes y servicios, se ha de procurar un ordenamiento que preste apoyo y estí­mulo a la pequeña y mediana empresa. "La gran empresa, si bien nece­saria y conveniente para determinadas explotaciones, con todo, corre el peligro de tomarse excesivamente impersonal y no se ajusta tanto con la tendencia personal del hombre y de la sociedad." [92] Además, la centra­lizaci6n y monopolizaci6n del mercado en pocas grandes empresas atenta, la más de las veces, contra la razonabilidad de los precios, salarios e intereses; y el cierre de cualquiera de ellas provoca también graves efectos de honda repercusi6n social.

Menci6n aparte merecen las empresas llamadas "multinacionales", que, además de presentar muchas veces las desventajas y vicios antes apun­tados, se convierten a menudo en verdaderos instrumentos de poder, más fuertes, quizás, que los mismos gobiernos.

La empresa, cuando acepta los principios de comuni6n interpersonal y participaci6n, hace que todos sus miembros gocen y ejerciten derechos y deberes, y se constituyan en una importante asociaci6n intermedia.[93]

 

6) Asociaciones intermedias en el orden econ6mico.[94]

         149. Como en todo el orden social, también en el socioeconómico juegan un papel insustituible las asociaciones intermedias, lo cual supone el derecho de asociación.[95] Ellas son el equilibrio entre la sociedad. y el individuo, entre el Estado y la persona, entre el capital y el trabajo. Estas asociaciones en el plano económico no solamente son de obreros, como las concibió Le6n XIII, sino que las mismas pueden ser empresa­riales. Deben ser punto de equilibrio, no de fuerza agresiva o de lucha de clases; han de ser, sí, órganos de defensa de derechos. Si pensamos en la instauraci6n de un orden económico sano, será a través de un diálogo impregnado de justicia, equidad y solidaridad por parte de las asociaciones intermedias (empresas, sindicatos de obreros, de consumidores, cámaras, etc.) entre sí con el Estado, estableciendo más acertadamente las reglas de una justa competencia.

150. Resolver el problema económico es una tarea ardua, difícil y compleja. Siempre alentaremos, como es obvio, los esfuerzos que se hagan para obtener el pleno empleo y resolver los problemas de desocupaci6n. Pero comprendemos que es necesario un mayor y creativo esfuerzo para lograr un cambio en la misma estructura de la economía, a fin de que ella, como hemos dicho, esté al servicio del hombre, de la persona. A la vez creemos que es importante un mayor énfasis en la integraci6n de nuestra economía en la de América Latina.

Por depender de la educaci6n y moral de las personas, la realizaci6n del orden económico supone la colaboraci6n por parte de las familias, los cuerpos intermedios, el Estado y la Iglesia, dentro de la competencia específica de cada uno, para ilustrar e inculcar en el espíritu de los ciudadanos, en especial niños y jóvenes, los sabios principios emanados del orden natural iluminados por la fe en Cristo, salvador del hombre.

 

6. Problemas educacionales

 

151. Con la palabra cultura, hemos dicho antes, se significa fundamen­talmente un estilo de vida, un modo habitual de valorar, de vivir conforme a una jerarquía de valores, y por consiguiente de ser. Y en cada pueblo este modo particular de valorar y de ser se va transmitiendo de generación en generación. En esa tarea de transmisión de la cultura la educación juega un papel realmente importante. Cuando hablamos aquí de educa­ción, no sólo nos referimos a la que se brinda en las instituciones escolares de la sociedad, sino más ampliamente a todo esfuerzo de formación integral de la persona humana, que se inicia en la familia.

152. La familia es, en efecto, la primera responsable de la educación. Según los documentos de Medellín, ella es formadora de personas, edu­cadora de la fe y promotora de desarrollo. Es, sin duda, lugar privilegiado para la educación integral, que abarque por lo tanto todas las dimensiones de la persona hasta su apertura a Dios.

La educación, que prolonga la generación, se hace por el testimonio vital, que anticipa el valor que enseña; y por la palabra, que explicita el valor que testimonia. De suerte que el aprendizaje sea una experiencia de bienes, además de una aceptación y comprensión de verdades.

La familia es origen y hogar de los pueblos, en la medida en que forja el sentido de moralidad frente a la norma justa, el espíritu de trabajo y de justicia, de convivencia y de servicio; en la medida en que crea fidelidad y confianza en las relaciones humanas, que infunde respeto absoluto por la vida y entusiasmo por existir y proyectar, que enseña a sufrir y a gozar, que hace amar la reconciliación y la paz, que abre espacios para la oración a Dios, Padre de todos los hombres.

153. La tarea educadora no se agota en la familia. Se prolonga, se comparte y se complementa con la que llevan a cabo las numerosas instituciones educativas de la sociedad. Entre ellas, la "de mayor impor­tancia es la escuela, que, en virtud de su misión, a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad de recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición, contribuyendo a la mutua comprensión..." [96]. La Iglesia, que posee en materia educativa una rica doctrina y una vasta experiencia, propone también sobre esto una palabra, que no quiere desentenderse de la realidad de nuestros días a pesar de apoyarse en los principios de siempre.

         154. Así, la Iglesia sostiene, con muy sólidos fundamentos, el derecho de todos los hombres a la educación. "Todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, en cuanto participantes de la dignidad: de persona, tienen el derecha inalienable a una educación que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias, y al mismo tiempo esté abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos a fin de fomentar en la tierra la verdadera unidad y la paz." [97] Este derecho, que abre la pasibilidad de liberar a los hombres de la servidumbre de la ignorancia, no queda sin embargo garantizado con su simple proclamación. Tampoco, cuando casi la mitad de las que se asoman al primer nivel de la enseñanza no alcanzan siquiera a terminarla. La realidad de nuestras días exige que ese derecho sea efectivo. Esto será posible alentando la vacación docente de nuestros educadores; estimulando a las padres a desechar toda desidia o negligencia frente a la educación de sus hijos, facilitando el acceso al aula de aquellas que encuentran dificultades diversas, coma las situaciones económicas que muchas veces inducen al trabajo de las menores; las trabas de movilidad originadas par razones geográficas; y la migración interna, por la cuota de desarraigo que trae consigo. Al respecto, el Concilio Vaticano II pide que se tomen las decisiones fundamentales en que se reconozcan y pongan en práctica en todas partes, sin discriminación alguna, el derecho de todos a la cultura, conforme a la dignidad de la persona.[98]

155. El derecho de todos los hombres a la educación incluye el derecho a la educación de todo el hombre. Este principio, en que se basa una de las notas distintivas y centrales de la concepción educativa de la Iglesia, quiere subrayar el carácter verdaderamente integral que debe tener la misma. No puede por ello limitarse a la formación científica, por buena que ella sea, sino que implica también una formación física, psicológica, moral, doctrinal y espiritual. Por todo esto, el derecho a la educación de todo el hombre no queda suficientemente garantizado, si en la escuela se descuida la formación religiosa, conforme a las convicciones de cada uno, ya que ella conforma una de las dimensiones constitutivas del ser humano. La formación integral de la persona es un objetiva mayor, ya que lo que en definitiva persigue toda educación genuina es "humanizar y personalizar al hambre". [99]

156. Este permanente aliento a que se brinde siempre una formación integral explica, par otra parte, la insistencia de la Iglesia en la dimensión comunitaria que se debe vivir en la escuela. La búsqueda de mejores relaciones interpersonales entre sus miembros, el acento en los valores de solidaridad y servicio, el compromiso de crear una conciencia respon­sable y una posibilidad efectiva de participación en las decisiones comu­nes, son apenas algunos de los muchos desafíos que plantea el objetivo de hacer de la escuela una auténtica comunidad. "Coma toada otra escuela, y más que ninguna otra, la escuela católica debe constituirse en comunidad que tienda a la transmisión de valores de vida. Porque su proyec­to [. . .] tiende a la adhesión a Cristo, medida de todos los valores, en la fe. Pero la fe se asimila, sobre todo, a través del contacto con personas que viven cotidianamente la realidad: la fe cristiana nace y crece en el seno de una comunidad." [100]

157. Estas notas distintivas de la educación según el pensamiento de la Iglesia, que aquí nos parece oportuno recordar, debe verse hoy, además, en el marco de una sociedad caracterizada por la pluralidad de ideas, valores, modos de pensar y opinar. La respuesta a esa situación es un pluralismo escolar que implica "la coexistencia y -en cuanto sea posible­ la cooperación de las diversas instituciones escolares, que permitan a los jóvenes formarse criterios de valoración fundados en una específica con­cepción del mundo, prepararse a participar activamente en la construcción de una comunidad y, por medio de ella, en la construcción de la socie­dad".[101] Tal pluralismo escolar debe verse como una efectiva garantía, tanto de la libertad de enseñanza como de la libertad de conciencia. La real vigencia de la primera depende, en apreciable medida, de que la educación no quede solamente en manos del Estado. A éste le cabe, sin duda alguna, en virtud de su misión subsidiaria por el bien común, una importante función en la promoción de la cultura, en el acercamiento de todos los hombres a la educación. En esta materia, el monopolio estatal arriesga terminar en una enseñanza oficial empobrecida y coarta el legítimo derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos.

Por otra parte, tal monopolio se convertirá en un obstáculo serio a todo intento de hacer más efectiva la propia iniciativa y la participación, tan necesarias en nuestra realidad educacional A su vez, la efectiva vigencia de la libertad de conciencia encuentra también en el pluralismo escolar un apoyo sólido, ya que éste supone no sólo pluralismo de escuelas, sino también el respeto a las convicciones de los que piensan de otro modo. Todo lo cual no ha de interpretarse como debilidad en el sostenimiento de las propias creencias, sino básicamente como rechazo de toda pretensión de imponer a los demás las propias ideas.

158. En este marco pluralista, que enriquece la unidad, cabe plantear la cuestión específica de la enseñanza religiosa y el papel que le corres­ponde a la escuela de carácter confesional.

 

7. Iglesia y sociedad política

 

1) Orden espiritual y orden temporal

         159. Para entender la relación entre la Iglesia y el Estado, antes es necesario afirmar que la Iglesia fundada por Jesucristo tiene una misión en el mundo: ser "sacramento universal de salvación".[102] Esta misión "no es de orden político, económico o social [. . .], es de orden religioso".[103].

Pero "de su misión religiosa brotan funciones, luz y fuerzas que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina".[104] "La misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu del evangelio." [105] "Nada puede sustraerse a Dios.[106] La consumaci6n de la historia humana "coincide plenamente con el amoroso designio de Dios: restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra".[107]

Con todo, el orden temporal es diferente del espiritual; más aún, aquél es autónomo.[108] En efecto, estos dos órdenes engendran dos sociedades y los fieles cristianos son simultáneamente miembros de ambas: la Iglesia y la sociedad civil. Cada una de ellas tiene sus propios fines, su orden institucional, su organizaci6n, su gobierno, su específica relaci6n con sus miembros.

 

2) Distinción entre Iglesia y Estado.

160. La Iglesia es una institución espiritual, aunque su expresi6n sea también social; ella se sitúa más allá de las patrias temporales, como comunidad de creyentes. El Estado es una expresi6n de la autodetermi­nación soberana de los pueblos y de las naciones, y constituye una realizaci6n normal de orden social; precisamente en esto consiste su auto­ridad moral".[109] Tomar conciencia de esta diferencia de naturaleza evitará toda confusión y permitirá proceder con claridad.

La Iglesia es una comunidad de fe, esperanza y caridad, constituida como institución visible, dotada de órganos jerárquicos, pero animada y vivificada por el Espíritu Santo, de tal modo que en ella lo humano y lo divino forman "una realidad compleja".[110]

El Estado tiene una tarea inmediata: el bien común temporal; existe en funci6n de este bien común.

Si el fin del Estado es temporal, lo son también los medios: autoridad, leyes y organismos. Por eso Pío XII decía: ''La legítima sana laicidad del Estado es uno de los principios de la doctrina católica." [111] Laicidad no es laicismo, el cual es el abuso de la autonomía: es afirmar que, en el orden temporal, Dios está ausente y la Iglesia no tiene nada que decir.

 

3) Relaciones mutuas

161. La Iglesia ilumina a la sociedad civil, respetando su autonomía, con la verdad evangélica sobre el hombre, la sociedad y el universo. «Las energías que la Iglesia puede comunicar a la sociedad humana actual radican en esa fe y esa caridad aplicadas a la vida práctica; no es un dominio externo, ejercitado con medios puramente humanos."[112]

La Iglesia en la comunidad civil "es signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana".[113]

La Iglesia, a través de sus medios de evangelización y santificación, "forma a los hombres en las virtudes y así los hace libres y responsables, capaces de gobernar a sus semejantes con justicia y amor; capaces de obedecer a la autoridad con sinceridad, orden, abnegación y amor; capa­ces de una concordia fraterna sin renunciar por ello a los deberes y derechos de todo hombre".[114]

La Iglesia no se ata a ninguna sociedad o cultura particular y preci­samente por eso puede animadas a todas: "La fe de Cristo y la vida de la Iglesia no sean extrañas a la sociedad en que viven, sino que empiecen a penetrada y transformarla." [115]

A la vez el Estado con sus instituciones asiste a los hijos de Dios, a los hijos de la Iglesia; les presta múltiples servicios, lo cual, al hacerlos más hombres, más dignos, los hace más abiertos a la perfección evan­gélica y al plan de Dios.

Entre estos servicios que el Estado debe proveer a los ciudadanos, está el de la custodia y transmisión de la cultura nacional, lo cual siempre contará con la estima y el apoyo de la Iglesia.[116]

 

4) El hombre, miembro de ambas sociedades

162. La Iglesia y el Estado se integran con el mismo hombre, [117] el cual debe ser fiel a la Iglesia y fiel a la patria con sus instituciones moral y políticamente legítimas. Por ello la Iglesia está en permanente diálogo con los Estados. [118] Esto no puede ni debe interpretarse como una acción política, sino como celo apostólico por sus hijos, oportuna posi­bilidad de evangelización.

 

5) Consecuencias de los principios enunciados

163. La mutua estima y respeto. Decía Juan Pablo II en África: "... La estima recíproca entre la Iglesia y el Estado se traducirá en el respeto por la propia competencia de cada uno, teniendo en cuenta su naturaleza diversa. El Estado puede contar con la leal colaboración de la Iglesia, siempre que se trate de servir al hombre y contribuir a su progreso inte­gral. Y la Iglesia, en nombre de su misión espiritual, pide, por su parte, la libertad de dirigirse a las conciencias, así como la posibilidad para los creyentes de profesar públicamente, de cultivar y anunciar su fe. [119]

Esta estima recíproca engendrará el diálogo cuyo objetivo debe ser siempre el hombre, su desarrollo, sus derechos, sus deberes y su per­feccionamiento ético.[120]

164. La no invasión de ámbitos ajenos. El Estado no debe sentirse moderador de la vida cristiana de sus ciudadanos, menos aún caer en el error de tomar la tarea evangelizadora como propia y, por lo tanto, planificarla, controlarla y juzgarla; aun sería peor error pretender hacer de la Iglesia local una Iglesia nacional, instrumentada y al servicio del poder temporal.

A su vez la Iglesia no debe entrar directamente en la conducción política y económica ni buscar ventajas indebidas o influencias temporales. No obstante, la Iglesia debe hacer de cada cristiano un ciudadano cabal, responsable de una vida cívica que responda a la verdad, a la justicia y al bien común del hombre.

165. La libertad. Lo dicho equivale a la libertad de ambas sociedades y de sus autoridades. Nada mejor para una mayor ampliación del tema que la lectura detenida de la declaración conciliar Dignitatis Humanae. En dicho documento encontramos el siguiente párrafo: "La libertad de la Iglesia es el principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil. En la sociedad humana y ante cualquier poder público, la Iglesia reivindica para sí la libertad como autoridad espiritual, constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir a todo el mundo y de predicar el evangelio a toda criatura." [121]

166. La mutua cooperación. La constitución Gaudium et Spes dice: "La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio campo. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de de la vocación personal y social de unos mismos hombres. Este servicio lo realizarán con tanto mayor eficacia para el bien de todos cuanto mejor practiquen entre ellas una sana cooperación, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo." [122]

Por ello, la Iglesia urge a sus fieles a adquirir una sana y eficaz for­mación ciudadana, social y política, a fin de que, consolidando la concordia entre todos los argentinos, se dispongan a construir una Nación rectamente ordenada al bien común, llena de justicia y de misericordia. Para ello se requiere la creatividad de los laicos, cuyos proyectos y acción deben hacerse a la luz del evangelio, cuya auténtica interpretación compete a los obispos.

 

6) La doble acción de la Iglesia respecto del orden temporal

167. "Es de gran importancia distinguir claramente entre lo que hacen los fieles aislada o asociadamente, como ciudadanos y a título personal, guiados por su conciencia cristiana, y lo que hacen en nombre de la Iglesia en común con sus pastores," [123] Y precisando aún más, es menester distinguir la acción del laico y la del obispo que tiene el encargo de enseñar, santificar y regir en nombre del Señor y con la autoridad de él. [124]

La función de la jerarquía eclesiástica, en lo que atañe a obras e insti­tuciones del orden temporal, es enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que deben observarse en las cosas temporales; tiene también el derecho de juzgar, tras madura consideración y con la ayuda de expertos, acerca de la conformidad de tales obras e instituciones con los principios morales, y dictaminar sobre cuanto sea necesario para salvaguardar y promover los fines de orden sobrenatural. [125]

168. Corresponde a los laicos la gestión directa y la instauración concreta del orden temporal. Los laicos deben actuar en perfecta armo­nía y unidad con sus pastores en todo lo que está determinado por el magisterio de la Iglesia. Pero, en lo que se deja a la libre decisión de los ciudadanos, pueden inclinarse a soluciones diferentes, teniendo siempre presente, con rectitud de conciencia, el servicio del bien común y la ley de la caridad.

La fidelidad a la doctrina de la Iglesia obliga a los laicos a buscar sinceramente cómo convertir dicha doctrina en realidad, en la vida social, estudiando fórmulas para su aplicación. Pero esta misma fidelidad impide identificar con la Iglesia las fórmulas sectoriales o partidarias sugeridas o postuladas, aun cuando estén construidas con textos fragmentarios del Concilio o del magisterio del Papa o de los obispos. [126] Los católicos dedicados a la vida pública recordarán que a nadie le es lícito reivin­dicar a favor de su propia opinión la autoridad de la Iglesia. Finalmente, "la Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio". [127]

 

TERCERA PARTE

ORIENTACIONES PARA LA ACCIÓN

 

INTRODUCCIÓN

169. Lo expuesto hasta aquí es un aporte de la Iglesia para clarificar y orientar, ya sea desde el análisis histórico, ya desde la doctrina, el pensamiento argentino en este momento de la historia nacional.

Pero esta orientación quedaría trunca si no se apuntaran ahora algunas pautas para la acción.

En el panorama histórico que hemos considerado, se advierten algunas necesidades básicas de nuestro pueblo argentino, en su tarea de responder a problemas fundamentales de su historia pasada, así como también del presente y en orden a su futuro.

La Argentina necesita una mayor conciencia de su identidad, dentro de un marco latinoamericano, y al mismo tiempo una gran flexibilidad para adaptarse a una sana evolución del mundo actual.

170. Para ello, nuestra patria necesita una profunda formación doc­trinal y moral, y, a la vez, una decidida y sacrificada participación de todos. Esta formación y actuación de sus miembros evitará los continuos cambios desarraigados de su ser profundo, la desconexión entre distintos sectores de la comunidad nacional; la excesiva imitación de modelos foráneos y, finalmente, la contradicción entre una conducta que, si bien es moral en los fines, resulta ilícita a veces en los medios aplicados.

         171. Para contribuir con eficacia al momento actual argentino, propo­nemos las siguientes orientaciones:

172. La acción de la Iglesia en la sociedad, teniendo en cuenta la doctrina y la experiencia histórica, se articula en dos planos fundamen­tales: el jerárquico y el laical.

173. 1) Como pastores jerárquicos, los obispos, junto con nuestros sacerdotes y diáconos, así como también junto a aquellos agentes de pastoral íntimamente ligados al apostolado jerárquico, queremos actuar en favor de la sociedad argentina. A tal fin, subrayamos la necesidad de cuanto sigue:

- Proclamar la doctrina católica sobre los temas relacionados con la sociedad, proponiendo con claridad la doctrina social de la Iglesia; y, supuesta la colaboración de toda la comunidad eclesial, "reelaborando" y adaptando a nuestro país dicha doctrina de acuerdo con las indicaciones de la Octogesima Adveniens, sin dejar de reconocer los esfuerzos hasta ahora realizados en este sentido.

- Esto supone señalar las obligaciones y derechos que se deducen de esta doctrina en el campo social y en todo lo que se refiere al bien común; y denunciar, consecuentemente, los errores contrarios a la misma, sobre todo en aquellas ideologías que, presentándose como cristianas, en realidad no lo son.

174. Formar la conciencia de los laicos, para que lealmente ejerciten las virtudes morales cristianas en sus obligaciones cívicas, evitando la indiferencia y la abstención que configurarían una seria omisión en estos momentos en que se necesita la colaboración de todos.

175. Junto con este deber primordial de iluminar y enseñar, la caridad de Cristo nos impulsa a santificar y regir pastoralmente a nuestros fieles, tanto individualmente como en grupos, especialmente en el ámbito fami­liar; a fin de que una vigorosa vida espiritual se traduzca luego en una colaboración generosa con la sociedad argentina.

Los momentos que vivimos piden hombres y mujeres generosos que den lo mejor de sí para la patria. Los católicos debemos ser los primeros en dar esta contribución. Para crear y mantener esta tensión, que supone mucho sacrificio, la acción pastoral de la jerarquía es insustituible. Por lo tanto, nos sentimos particularmente comprometidos en esta tarea.

176. Teniendo en cuenta que la familia es la primera célula de la Iglesia y de la sociedad, y la primera responsable de la educación, los obispos tendremos especial cuidado en continuar una acción permanente en este campo pastoral.

177. Muy en particular queremos trabajar en la formación de la juven­tud, grupo social que tiene una gran importancia, y que es, además, la   esperanza de la patria y de la Iglesia.

Para ello nos sentimos urgidos a:

178. Promover las escuelas católicas, lugar privilegiado de evangeli­zación, donde se puede hacer una síntesis entre el evangelio y la cultura, y proponer al joven una visión global y cristiana del hombre, del mundo y de la historia.

179. Hacer tomar conciencia de la necesidad de que en las escuelas oficiales se asegure a todos, católicos y no católicos, la posibilidad de una necesaria formación religiosa según el propio credo, de acuerdo a los principios de una sana enseñanza integral, la cual incluye esencialmente la apertura a la dimensión trascendente del hombre.

180. Mancomunar los esfuerzos posibles para evitar e impedir la influen­cia de los espectáculos nocivos, la proliferación de la inmoralidad en las revistas y de la violencia que se proyecta en muchas películas, difundidas también por la televisión, y que afectan a tantos jóvenes y niños.

181. Alentar y estimular a aquellos laicos que se dedican a la tarea de conducir los diversos niveles de la vida de la sociedad, sin que esto implique un compromiso de la jerarquía en las opciones socio-políticas que ellos libremente tomen. Más aún, nuestra acción pastoral no debe significar para ellos un freno a su creatividad. Sin embargo, siempre será necesario que los pastores velen para que no falte en la actuación de estos laicos la debida caridad que el Señor nos dejó como ley fundamental.

Es preciso exhortar vivamente a todos a consagrar también nuestra patria con esa misma caridad, a través del trabajo de cada día, cualquiera sea el lugar donde lo cumplan.

182. Fortalecer y perfeccionar las asociaciones de alto valor formativo y de acción que existen en el seno de nuestra Iglesia, en particular la Acción Católica; las cuales tienen un gran significado en esta contribución evangélica de la que venimos hablando.

Inclusive, considerar la oportunidad y conveniencia de crear otras que sirvan para el cumplimiento de esta vocación específica de los laicos.

183. Considerar un instrumento utilísimo, a nivel nacional, y a nivel de cada diócesis donde el obispo del lugar lo juzgare conveniente, la presencia de la comisión "Justicia y Paz", instaurada de acuerdo a las orientaciones pontificias.

184. Pero la acción de la Iglesia, en su contribución a la sociedad no se agota en este plano propiamente pastoral. Queda un amplio campo. encomendado más directamente a los laicos, en la dimensión que podía­mos llamar secular, por su específica relación con lo temporal. Al laicado le corresponde actuar más propiamente en este nivel, y en especial en el socio-político. Exhortamos a nuestros laicos, y a todos los hombres de buena voluntad, a no faltar a este compromiso por una prudencia mal entendida, ajena a la caridad cristiana y a los sentimientos patrios.

185. 2) Proponemos, en primer lugar, a los laicos católicos:

- Estudiar profundamente todo lo que se refiere a la doctrina social de la Iglesia. Sin esta maduración en el conocimiento, es imposible dar otros pasos.

186. - Deben los laicos, además, conocer profundamente y estudiar la realidad temporal, descubriendo en ella las tendencias dominantes. Este conocimiento exige, sobre todo por parte de los líderes, dedicación, método, disciplina, tiempo de estudio, escuelas y experiencias, en las que se pueda lograr la síntesis entre doctrina y realidad concreta.

187. - A partir de esta síntesis, los laicos podrán, comprometidos en esta noble tarea, discernir, criticar constructivamente y hacer públicos estos juicios de valor en materias concretas.

188. - Asimismo, conviene que los laicos que se sientan capacitados no rehuyan ocupar puestos de responsabilidad, con verdadero espíritu de servicio, abordando el difícil campo de las opciones posibles en el que­hacer social, educacional y político para vivir la consigna evangélica de ser sal, luz y levadura en las estructuras temporales.

189. Para ello, necesitarán también los laicos católicos asociarse entre sí o con otros hombres de buena voluntad, para trabajar en los distintos niveles: familiar, sindical, municipal, nacional e internacional.

190. - Deberán influir eficazmente en la promoción y conducción leal de aquellos medios o instrumentos socio-políticos o de comunicación social que configuran al hombre de hoy en la sociedad. Citamos, por ejemplo: los medios masivos de comunicación, la dirección de empresas, la direc­ción de centros de formación a todos los niveles, la coordinación de aso­ciaciones profesionales, las de comercio, de arte, etc.; así también los sindicatos, los organismos municipales, los partidos políticos, las comisiones de fomento, etc. Todo este quehacer supone muchas virtudes morales. que no se pueden lograr plenamente sin una constante unión a las fuentes de la gracia, es decir, la oración, la palabra de Dios y los sacramentos.

191. - Se debe promover una intensa formación del laicado en orden a todo lo dicho. Es muy de tenerse en cuenta el punto de partida: la inercia, desacostumbramiento y confusión de planos en que nos encon­tramos.

En particular, es necesario educar no sólo a nivel primario y secundario, sino también a nivel de los líderes, ya sean laborales, profesionales, etc. Sin esta preparación, quizás trabajosa, de hombres y mujeres bien forma­dos, seguiremos en el trillado camino de las improvisaciones.

192. - Para ello, procúrese motivar a los jóvenes para que emprendan el arduo trabajo de formarse. Es evidente que malograríamos los generosos impulsos de estos j6venes si nos limitáramos a convocados o a llenados de un entusiasmo fulgurante, pero efímero.

Se necesita para este plan métodos que, junto con los tradicionales puedan ofrecer una s6lida formaci6n elemental, como una alternativa al alcance de líderes intermedios.

193. Este plan exige una gran incentivaci6n de los adultos para que se presten a formar a los más j6venes, y promuevan su integraci6n y participaci6n en las distintas actividades de la Iglesia y de la sociedad civil.

         Creemos que la Acción Católica Argentina puede tener en este plan un papel importantísimo.

194. - Como dijimos antes (Nº 179), hagan valer los laicos el derecho de los padres a tener para sus hijos, en la escuela oficial, la formaci6n religiosa según las propias y honestas convicciones de cada uno.

La Iglesia ha de usar también los medios de comunicaci6n social para hacer llegar, con rapidez y eficacia, la formaci6n religiosa a los grandes sectores. Se debe superar el esquema meramente informativo para pasar a una formaci6n integral que incluya hábitos y virtudes.

         Hay que colaborar con otros organismos privados y oficiales para poner freno a la desintegraci6n moral que se abre alarmante camino.

         195. - Necesitamos fomentar cuanto antes la capacidad de trabajo en grupo.

Para ello se impone un estilo de formaci6n que capacite para el diálogo, la coordinación de esfuerzos y para una acci6n disciplinada comenzando desde las agrupaciones más sencillas.

 

CONSIDERACIÓN FINAL

 

196. 1.) Pertenecemos a una generaci6n inquieta que busca caminos nuevos y que se sabe con recursos para superar sus fracasos y vencer sus dificultades.

Por esto, es necesario que la comunidad nacional, que ha demorado su propio andar, recobre sus fuerzas vitales y se reorganice. Esta es una tarea de toda la comunidad; de todos sus hombres llamados a intervenir como sujetos activos de una empresa espiritual y humana, no como sim­ples objetos de un reordenamiento externo, el cual resultaría efímero.

Por esto mismo, lo que no fuera producto de una persuasión interior recta, que se pudiera manifestar en el consenso activo de todos sino tan sólo el resultado de un orden externo, acumularía, en lo profundo de los ánimos, resistencias ocultas que seguirían buscando siempre la ocasión para manifestarse.

197. 2.) Estamos ante la tarea de reconstruir la Nación a partir de sus bases morales y culturales más profundas. Entre éstas, en particular deseamos enumerar:

- poseer un amor positivo a la vida, transmitida en el matrimonio s través de la paternidad fecunda y responsable, y no matar ni herir la vida de nuestros hermanos; un respeto inviolado a la dignidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres;

         - un verdadero espíritu de libertad, que no nos lleve a disociarnos en nuestros egoísmos, sino a crear profundos vínculos comunes;

         - un espíritu de austeridad, que sabe ser feliz con pocas cosas sin necesidad de la opulencia;

         - un espíritu de sencillez y humildad ligado a un ímpetu emprendedor y creativo.

Hemos de reanudar el esfuerzo de recuperamos a partir de la inspiración del humanismo cristiano que nos ha dado origen, de una identidad forjada a lo largo de más de cuatro siglos, y de una renovación de nuestro propia ser, que nos permita crecer y madurar.

         198. 3.) En el ámbito político, hemos de convencemos todos de la urgencia de una acción solidaria.

Es nuestra convicción que el mal de la Nación se debe en gran a sectarismos y a demagogias que no datan de hoy, sino que renacen siempre; y que nos han desgarrado hasta la violencia.

También estamos persuadidos de que los problemas de la Nación sólo podrán solucionarse cuando todas sus fuerzas se hayan unido y estén dirigidas hacia un objetivo común. Los problemas pueden hacerse abrumadores, pero existe en nuestra Nación un potencial enorme para afron­tarlos. Y nada de este caudal puede ser descartado. Tampoco pueden dejar de considerarse las energías de aquellos que han errado y se avienen trabajar por sus ideales en el cuadro de una convivencia pacífica y al diálogo. ¿Qué sector de todos los que integran la familia argentina ha tenido algún margen de error?

Esperamos confiadamente que los diversos sectores de la Nación como las distintas agrupaciones se muestren dispuestos a trabajar, conservando sus propias peculiaridades, en el cuadro de una unidad y solidaridad exigidas por el bien común.

Para aunar fuerzas y tomar una aspiración común, que nos congregue y fortalezca, es necesario, sin duda, establecer convergencias nacionales básicas, en cuya determinación nadie sea excluido, sino que participen todos los sectores e instituciones. Se trata de recoger las fundamentales aspiraciones de nuestro pueblo.

199. 4.) Para poder converger hacia una unidad y participación que no haya nadie injustamente excluido, es necesario, previamente, coincidir en un espíritu y práctica de reconciliación. Es en este punto donde el espíritu cristiano ofrece, en este momento de su historia, su aporte más propio y específico. Creemos que es nuestro deber como obispos de la Iglesia apoyar con nuestra palabra la convocatoria a una total y profunda reconciliación nacional.

Pronunciamos, no obstante, esta palabra reconciliación con cierto temor de que no se le otorgue el significado que corresponde. No se trata de un apaciguamiento sentimental y emotivo de los ánimos; de un superficial y transitorio acuerdo. Para ser aceptable, viable y eficaz, la reconciliación ha de estar fundada en condiciones que le otorguen una base durable:

200. a) Ha de estar cimentada ante todo en la verdad, la cual, en el plano de la convivencia social y política, se convierte en una voluntad de veracidad y de sinceridad, que evita el ocultamiento, el engaño y la simulación. Es necesario desterrar la práctica de la mentira en todos los órdenes.

201. b) La reconciliación, igualmente, ha de estar basada en la justicia. Sería una burla arrojar sobre la persistencia de la injusticia el manto de una falaz reconciliación. No podemos dejar de comprobar que, a lo ancho del mundo y en la particular historia de nuestro pueblo, se ha despertado el sentido de la justicia. La conciencia humana y la conciencia nacional la han situado en el centro de sus anhelos. Ello atestigua el carácter ético de las tensiones que nos invaden y nos indica también que dichas tensiones subsistirán si se mantienen formas sistemáticas de injusticia.

La Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo y con los conciudadanos de nuestra Nación este profundo y ardiente deseo de una vida justa bajo todos sus aspectos. [128]

202. c) Sin embargo, la experiencia demuestra que otras fuerzas nega­tivas, como el rencor, el odio, la revancha e incluso la crueldad, han tomado la delantera a la justicia. Más aún, que, en nombre de la misma justicia, se ha pecado contra ella. Como nos exhorta Juan Pablo II: "El ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto. Esta especie de abuso de la idea de justicia y la alteración práctica en ella, atestiguan hasta qué punto la acción humana puede alejarse de la misma justicia, por más que se haya emprendido la acción en su nombre. No en vano Cristo rechazaba de sus oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto las palabras 'ojo por ojo y diente por diente'. Tal era la forma de alteración de la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy día siguen teniendo en ella su modelo. En efecto, es obvio que, en nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se lo mata, se lo priva de la libertad, se lo despoja de los elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor, plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones." [129]

Necesitamos los argentinos superar aun la misma justicia mediante la solidaridad y el amor. Necesitamos, urgentemente, alcanzar esa forma superior del amor que es el perdón.

Si edificamos sobre estos pilares de la verdad, la justicia y el amor. podemos estar ciertos de que alcanzaremos la tan ansiada y necesaria reconciliación, y la Argentina logrará ser un ámbito de auténtica libertad para todos sus hijos.

203. Que Jesucristo, Señor de la historia y de los pueblos, reciba el esfuerzo de una Nación que busca defender y construir su identidad. y bendiga a todos los ciudadanos de buena voluntad que, desde los diversos sectores de la sociedad, han hecho posible el presente y buscan preparar un fuh1!o de esperanza.

Ponemos este documento a los pies de la Santísima Virgen María Nuestra Señora de Luján, que acompañó en todo momento la peregri­nación de nuestro pueblo, para que ella, como Madre de los argentinos sea prenda entre nosotros de reconciliación, fraternidad y construcción nacional.

Recomendamos este documento a la reflexión de nuestro pueblo fiel y especialmente a las distintas instituciones católicas su consideración y estudio.

 

8 de mayo de 1981, Solemnidad de Nuestra Señora de Luján, Patrona de la Patria.

 



1 Octogésima Adveniens, N°1; cfr, Juan Pablo II, Discurso al cuerpo diplomático del 12 de enero de 1981.

2 Cfr. Pablo VI, El mandato de la Iglesia en el mundo contemporáneo, N° 77

3 Cfr. Juan Pablo II, Discurso al cuerpo diplomático, 12 de enero de 1981.

4 Cfr. Concilio Plenario Latinoamericano, art III.

5 Documento de Puebla N° 494 y 500

6 Gén. 1, 26-27

7 Cfr. Constitución pastoral sobre al Iglesia en el mundo actual N° 25

8 Cfr. Constitución pastoral sobre al Iglesia en el mundo actual, N° 17

9 Hech. 17, 27

10 Documento de Puebla N° 386 y 391

11 Juan Pablo II, Discurso UNESCO, 2 de junio de 1980, n° 6

12 Juan Pablo II, Discurso UNESCO, 2 de junio de 1980, n° 7

13 Cfr. Documento de Puebla N 387

14 Cfr. Documento de Puebla, N°s 305-306, 322-329

15 Juan Pablo II, UNESCO, 2 de junio de 1980, n° 7

16 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 15

17 Juan Pablo II, Homilía, 1° de junio de 1980

18 Cfr. Pío XII, Encíclica sobre las necesidades de la hora presente, N°22

19 Documento de Puebla, N°491

20 Documento de Puebla N°491

21 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N°22

22 Cfr. Gén. 4

23 Documento de Puebla N° 331

24 Juan Pablo II, Redemptor Hominis, N° 13

25 Cfr. Mt. 25, 31-46

26 Constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo actual, N° 24, Cfr. Juan Pablo II, Dives in Misericordia, Nos 11-14

27 Cfr. Documento de Puebla, N° 322

28 Octogesima Adveniens, N° 17

29 Cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 25

30 Juan Pablo II, Discurso Unesco, 2 de Junio de 1980, N° 14

31 Cfr. Documento de Puebla, Nos. 386-387

32 Cfr. Juan Pablo II, Discurso UNESCO, 2 de junio de 1980, Nos. 14-15

33 Jn. 10,16

34 Cfr. Constitución pastoral sobre al Iglesia en el mundo actual, N° 74

35 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 26, Cfr. Enc{iclica a todos los trabajadores del mundo, N° 65

36 Encíclica a todos los trabajadores del mundo, N° 131

37 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 26

38 Juan XXIII, Encíclica La paz entre todos los pueblos, N°60; cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 26

39 Juan XXIII, Encíclica sobre la paz entre todos los pueblos, N° 60, cfr. Pio XII, Mensaje de Pentecostés de 1941

40 Juan Pablo II, Redemptor Hominis, N° 17

41 Cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 74

42 Juan XXIII, Encíclica sobre la paz entre todos los pueblos, N° 47

43 Cfr. Pío XII, Radiomensaje de navidad, 24 de diciembre de 1944

44 Juan XXIII, Encíclica sobre la paz entre los pueblos, N° 48; cfr. Documento de Puebla N° 499

45 Encíclica sobre el desarrollo de los pueblos, N° 31

46 Encíclica a todos los trabajadores del mundo, N° 43

47 Encíclica a todos los trabajadores del mundo, N°54; Pio XII, Discurso del 13 de junio de 1943, a los trabajadores de Italia.

48 Juan XXIII, Encíclica sobre la paz entre todos los pueblos, N° 65

49 Encíclica a todos los trabajadores del mundo N°55

50 Cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 75

51 Cfr. Encíclica sobre el desarrollo de los pueblos, N° 33

52 Octogésima Adveniens, N° 16

53 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, n° 73, Octogésima Adveniens, N° 22

54 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 75

55 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 73

56 Cfr. Juan Pablo II, Redemptor Hominis, N° 17

57 Cfr. Juan XXIII, Encíclica sobre la paz entre todos los pueblos, N° 116, Documento de Puebla, Mensaje a los pueblos de América Latina, N°8

58 Cfr. Constitución pastoral sobre al Iglesia en el mundo actual, N° 57

59 Juan Pablo II, Redemptor Hominis, N° 17

60 Cfr. Octogésima Adveniens, N° 24

61 Documento de Puebla, N°1238, Juan XXIII, Encíclica sobre al paz entre todos los pueblos, N° 52

62 Juan XXIII Encíclica sobre la paz entre todos los pueblos, cap. V, y Octogésima Adveniens, N° 30

63 Octogesima Adveniens, N° 30

64 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 75

65 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 73

66 Episcopado Argentino, Documento de mayo de 1976

67 Cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 75

68 Cfr. Juan Pablo II, Discurso al presidente de Filipinas, 17 de febrero de 1981

69 Ibidem, N° 5

70 Constitución pastoral sobre la iglesia en el mundo actual, N° 75

71 Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, 4,7 ss.

72 Sal. 115, 24 b.

73 Cfr. Gén. 1, 28-30, Sal. 103, 13, 35

74 Gén. 2, 15

75 Juan Pablo II en Brasil, el 3 de julio de 1980, Discurso a los obreros, N° 6

76 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 64

77 Cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 86

78 Cfr. Juan Pablo II, en Brasil, ut supra, N° 9

79 Cfr. Juan Pablo II, ibidem, N° 8

80 Cfr. Juan Pablo II. Dives in Misericordia, N° 11

[81] Discurso ante la Asamblea General, 14 de octubre de 1979, Nº 13

[82] Dentro del magisterio de la Iglesia, la expresión "justicia social" fue usada por primera vez por San Pío X en la Encíclica Jucunda Sane, dedicada a San Gregario Magno a quien se llama Publicus justitiae socialis absertor.

[83] Quadragesimo Anno, Nº 58.

[84] Quadragesimo Anno. Nº 75

[85] Cfr. Carta pastoral de la Conferencia Episcopal de Portugal, 16 de julio de 1974.

[86] Cfr. Discurso de Juan Pablo II al Sindicato "Solidaridad", 15 de enero de 1981.

[87] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 71

[88] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 69

[89] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 71

[90] Cfr. Santo Tomás, Suma Teol6gica, II-II, q. 66, art. 2, Encíclica a todos los trabajadores del mundo, Nos. 21-22.

[91] Juan Pablo II, Discurso inaugural, Puebla, III, Nº 4.

[92] Pío XII, Levate capita, Nos. 36, 37, 45.

[93] Encíclica a todos los trabajadores del mundo, Nos. 85-103.

[94] Sobre este tema remitimos al comunicado episcopal de pastoral social, titulado "El derecho de agremiación", 3 de agosto de 1979.

[95] Cfr. Encíclica a todos los trabajadores del mundo, N9 22; Rerum Novarum, Nos. 34-39; Encíclica a todos los trabajadores del mundo, Nos. 59-67.

[96] Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, Nº 5.

[97] Declaración sobre la educación cristiana de la juventud, No 1. 98 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, No 60. 99 Documento de Puebla, No 1024

[98] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, No 60.

[99] Documento de Puebla, No 1024

[100] Documento La escuela católica, Nº 53.

[101] Documento La escuela católica, Nº 13.

[102] Cfr. Constitución dogmática sobre la Iglesia, Nº 48; Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Nº 45.

[103] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 42.

[104] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 42.

[105] Decreto sobre el apostolado de los seglares, Nº 5.

[106] Decreto sobre el apostolado de los seglares, Nº 7; Constitución dogmática sobre la Iglesia, Nº 38.

[107] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 45.

[108] Decreto sobre el apostolado de los seglares, Nº 7; Cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nos. 33 y 36.

[109] Cfr. Juan Pablo II, Alocución al cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede, 12 de enero de 1979.

[110] Constitución dogmática sobre la Iglesia, Nº 8.

[111] Discurso ai Marchigiani, 23 de marzo de 1958.

[112] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 42.

[113] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 76.

[114] Declaración del Episcopado Italiano, 16 de enero de 1968.

[115] Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Nº 21.

[116] Cfr. Juan Pablo II, al cuerpo diplomático, 12 de enero de 1981.

[117] Cfr. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 43

[118] Cfr. Discursos de los Sumos Pontífices a los jefes de Estados y a sus embajadores.

[119] Cfr. Juan Pablo II, 5 de mayo de 1980.

[120] Cfr. Juan Pablo II, al cuerpo diplomático, 12 de enero de 1981.

[121] Declaración sobre la libertad religiosa, Nº 13.

[122] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 76; cfr. Juan Pablo

II, Discurso al embajador de Austria; id., Discurso al presidente de los Estados Unidos, 21 de mayo de 1980.

[123] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 76.

[124] Cfr, Decreto sobre el apostolado de los seglares, Nº 2.

[125] Decreto sobre el apostolado de los seglares, Nº 24.

[126] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 43.

[127] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Nº 75.

[128] Juan Pablo II, Dives in Misericordia, Nº 12.

[129] Cfr. Juan Pablo II, Dives in Misericordia, Nº 12.