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Exhortación pastoral:

“Reconstrucción nacional y orden moral”

 

1. Las reflexiones sobre "Iglesia y Comunidad Nacional" que hemos ofrecido a nuestro pueblo han recibido una acogida altamente favorable. Con frecuencia, en torno a las mismas, se ha iniciado un diálogo de sectores muy diversos -jóvenes, sindicalistas, políticos, empresarios, profe­sionales, autoridades- que puede conducir a la deseada reconciliación nacional, basada en la verdad, la justicia y el amor y debiera facilitar el logro de un estado de derecho sólido y estable al que aspiramos.[1]

2. Confiamos que tal diálogo continúe y se enriquezca más y más con el aporte, sincero y patriótico, de cada uno de los ciudadanos y de todos los sectores que integran la comunidad nacional. De este diálogo, reali­zado según lo describimos en nuestro mensaje "Evangelio, diálogo y socie­dad", hemos de esperar la afirmación de nuestra identidad como Nación y la solución para los males profundos que han demorado nuestra marcha en la historia.

3. Ya hemos señalado que existe un grave problema ético en la raíz de la crítica situación que vivimos. Hemos exhortado, además, a un sincero examen de conciencia sobre el comportamiento moral de las personas y grupos sociales, al cual queremos sometemos nosotros mismos en primer lugar.

4. El hombre, imagen y semejanza de Dios, debe vivir en la afir­mación de la verdad, en la prosecución del bien y en el señorío de la libertad.[2] Su vida y crecimiento es, pues, una tarea esencialmente ética. Los cristianos y quienes creen en Dios, fundamos en él el orden moral. Reclamamos, pues, su vigencia en nombre de Dios mismo. El silencio acerca de Dios, no sólo su negación, es principio de grandes males.

5. Toda ruptura de este orden debe ser rechazada y combatida. La Nación, que es una obra fundamentalmente ética de los ciudadanos, es lesionada por las faltas morales de ellos. Dijimos en mayo “la corrección o incorrección moral en uno de los campos de la existencia influyen en mayor o menor medida en los otros. Una Nación, para ser más comu­nidad, ha de favorecer la integridad moral de sus ciudadanos, porque todo obrar personal tiene repercusión comunitaria”.[3]

6. La solidez de una Nación está dada por la verdad y riqueza de sus valores y por la cohesión lograda entre sus ciudadanos. Defendamos la dignidad de la persona, el valor sagrado de la familia, la grandeza de la patria. Fortalezcamos la comunidad nacional por la confianza mutua que se va creando en la sinceridad de la palabra y en el cumplimiento de las promesas. Cuando la desconfianza reina se resiente el tejido social.

No podríamos dejar de recordar aquí, aún a riesgo de ser reiterativos “la situación angustiosa de los familiares de los desaparecidos [...] el problema de los que siguen detenidos sin proceso o después de haber cumplido sus condenas, a disposición indefinida del Poder Ejecutivo Nacional [...] el dolor de las víctimas del terrorismo y la subversión”.[4]

7. Un pueblo digno, sobre todo en tiempo de dificultades, estrecha sus filas por vínculos que superan las normas de justicia y es capaz del perdón y del amor. Hoy debemos mostrar que los argentinos somos capaces de vivir una profunda solidaridad social.[5]

8. El bien común, razón de ser del Estado, no es un ideal imposible ni una mera utopía, aunque su consecución sea ardua y exigente, y siempre será el fruto de la libertad responsable de cada uno de los ciu­dadanos y de todos los sectores que integran el país.

9. En mayo de este año, los obispos expresábamos nuestra preocu­pación “por las dificultades cada vez mayores que encuentra nuestro pueblo para satisfacer sus necesidades vitales, alimentación, vivienda digna, salud, educación”.[6] Desde entonces, la situación se ha agravado, alcan­zando en el aumento del desempleo, un punto crítico.

El Santo Padre Juan Pablo II, hablando de este tema, es terminante: “el desempleo en todo caso es un mal, y cuando asume ciertas dimen­siones, puede convertirse en una verdadera calamidad social.” [7]

10. Al ratificar nuestra preocupación, no queremos dificultar aún más la solución de problemas difíciles. Reconocemos la complejidad de la actual situación económica y social; sin embargo, debemos recordar que toda solución, por eficaz que sea, si pospone, aun temporariamente, al hombre como centro y finalidad de toda la actividad económica, no es una solución humana ni cristiana. Cualquier medida o programa que se intente, no tendrá éxito si no se supera el egoísmo sectorial y aún más el individual.

11. Los grandes males que nuestra economía presenta, algunos de los cuales son crónicos: inflación, falta de productividad, cierre de fuentes de trabajo, salarios insuficientes, precios exhorbitantes, presión fiscal exa­cerbada, especulación y usura, indexación indiscriminada, más allá de su complejidad específica, por ser obras del hombre tiene en su raíz el pecado, y por tanto, su solución no será posible sin conversión moral.

12. Es urgente que todos unidos hagamos los esfuerzos necesarios para restaurar en la economía, el orden y los valores que el plan de Dios reclama; que individual y socialmente retomemos la austeridad y la templanza, y que asumamos en esto un compromiso de honor y de respon­sabilidad ante Dios y la historia.

Es urgente arbitrar los medios que pongan fin a las situaciones afli­gentes que señalábamos, cada uno según su deber y su posibilidad especialmente las autoridades, esperando de todos la verdad de su aporte.

La Iglesia, por medio de sus pastores, expresa una vez más una particular solidaridad con los que padecen angustias e incertidumbres, con los que no tienen trabajo y con todos aquellos que, de un modo más duro, soportan esta crisis.

13. Si el tener y el poder han esclavizado a muchos hombres, el placer de la sensualidad desbocada está deshaciendo la vida moral de jóvenes y adultos en muchas partes del mundo y también en nuestro país. Un permisivismo moral ha des dibujado notablemente los límites entre lo bueno y lo malo, debilitando el orden de las virtudes y facilitando una carrera desenfrenada hacia los goces de los sentidos. En una sociedad en que la familia ha cedido como primera escuela de vida, la fuerza que adquieren los medios masivos de comunicación en la difusión de dichas concepciones es avasalladora.

De ahí la responsabilidad tremenda de las comunicaciones sociales y también la de los usuarios. Los primeros, para manejarlos según las normas éticas; los segundos, para utilizarlos con criterios correctos. Aquí cabe, y no en último lugar, recordar el papel propio que corresponde a la autoridad pública, con el fin de asegurar, en este campo, el bien común, ya que el vaciamiento moral es una de las causas más eficaces de la desintegración social, como lo atestigua la historia de los pueblos.

14. De todas maneras, en una sociedad pluralista como la nuestra, es fundamental que cada ciudadano se preocupe por la formación de su propia conciencia, de acuerdo a criterios objetivos y sanos, para discernir los valores y desvalores de lo que se transmite, se publica y representa.

Contribuyen a edificar la Nación los propietarios, administradores, perio­distas, artistas y anunciantes, que quieren ser instrumentos de la verdad, del bien y de la belleza; la destruyen quienes utilizan medios tan valiosos para deformar y deshacer conciencias y vidas.

No podemos los argentinos aislamos de un mundo malherido por errores y pecados, pero tampoco podemos aprobar criterios personales que afecten a la moral pública. Tenemos el derecho y el deber de conservar nuestra cultura y nuestros valores éticos.

15. Cuando pronunciábamos los obispos la palabra reconciliación, temi­mos que no se le otorgase el pleno significado que le corresponde. La reconciliación surge desde lo más hondo del cristianismo, el cual nos enseña que, si bien la ruptura del hombre con Dios, a causa del pecado fue abismal; no obstante, gracias a Jesucristo, fue posible la recompo­sición de la amistad entre ambos, hasta alcanzar un grado de solidez e intimidad incomparablemente superior al primero. De allí que la reconci­liación por Jesucristo es garantía y posibilidad de toda reconciliación entre los hombres. Las ansias de reconciliación brotan también desde el fondo de todo hombre de buena voluntad, aun no creyente, que no sofoca las semillas de paz que Dios siembra en su interior.

En todo esto estriba nuestra más firme esperanza: que los argentinos, a pesar de tantos desencuentros, lágrimas y fracasos, podremos lograr la unidad de un pueblo organizado, capaz de convivir en fraternidad con los pueblos del continente y de todo el mundo.

   16. Por lo mismo, no titubeamos en dirigir a todos nuestros conciuda­danos las palabras que el apóstol Pablo dijo a judíos y griegos: “Somos embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: reconciliaos con Dios.” [8]

   Advertimos, sin embargo, que Jesucristo no reconcilió al mundo, sino pasando por el misterio del sufrimiento y la muerte.

En el caso de los argentinos, no sucederá tampoco sin que abracemos con fervor el cultivo de las virtudes personales y sociales, con todo lo que implican de renuncia y sacrificio, erradicando los correspondientes vicios y configurándonos así, en forma progresiva, al hombre nuevo en Cristo Jesús.

Que la intercesión de la Virgen Santísima nos ayude a lograrlo.

 

San Miguel, 14 de noviembre de 1981.

 

 

 



[1] Cfr. Iglesia y Comunidad Nacional, Nº 136.

[2] Cfr. Iglesia y Comunidad Nacional, Nº 63.

[3] Cfr. Iglesia y Comunidad Nacional, Nº 65.

[4] Cfr. Iglesia y Comunidad Nacional, Nº 37.

[5] O.C., Nos. 67-69.

[6] Cf. O.C. 37.

[7] Juan Pablo II, Laborem exercens, Nº 18.

[8] 2 Cor. 5, 20.