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           Pocas cuestiones relacionadas con la vida social del país han ocupado con tanta frecuencia el pensamiento y la actividad del Episcopado, como el de la reconciliación de los Argentinos. Es así como se explica el documento que reproducimos, destinado a colocar en su verdadero carácter, que es espiritual y moral, la naturaleza profunda de la reconciliación.

 

 

 MENSAJE DE LA COMISION EJECUTIVA
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ARGENTINA
CONVOCANDO A UNA JORNADA EUCARISTICA
POR LA RECONCILIACIÓN NACIONAL
EL 19 DE DICIEMBRE DE 1982

 

 

Como es de público conocimiento, la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina, en el mes de octubre pasado, resolvió la realización, en todas las Iglesias Catedrales y parroquias del País, de una especial celebración eucarística, destinada a rogar al Señor por la reconciliación en la Argentina, y, como signo y expresión de ese anhelo, según el mandato del Señor, pedir a Dios en una común oración, por todos los muertos que ocasionaron la subversión, la represión y los que en la guerra en el Atlántico Sur, dieron su vida en ambas partes beligerantes.

Como la reconciliación es ante todo, una actitud del alma, para la verdadera reconciliación, profunda, duradera y fructífera, necesitamos la gracia de Dios. Por ello mismo tenemos que presentarnos al Señor con sincera humildad, y pedir Su ayuda: para nosotros que tenemos fe, es no solamente una obra buena, sino también necesaria. Tenemos que constituirnos en orantes ante Dios para el bien de toda la comunidad: de los que tienen fe, de los que la tienen olvidada, y de los que dicen no tenerla.

La reconciliación, actitud fundamental espiritual, tiene que ser, primero una relación ante Dios, para poder serlo después con nuestro hermano: sin estar en paz con Dios, Padre de todos y raíz de nuestra fraternidad, no podemos vivir en paz con nuestros hermanos. Hemos de aprender a amar la ley de Dios, que ordena y dignifica nuestra naturaleza, permitiendo al hombre ser enteramente él.

Hemos de valorar, además, la Gracia de Dios, ese don del Señor que nos sana espiritualmente y nos eleva a la intimidad con El.

Por lo mismo debemos examinar nuestro corazón, para ver si las ataduras del “hombre viejo” nos apartan del Señor, para romperlas con Su ayuda, convirtiéndonos hacia El, ser así de veras sus amigos, sus hijos, como El ha querido constituirnos.

Pero la reconciliación que buscamos también debe manifestarse con nuestros hermanos, ha de serlo entre todos los argentinos: así por lo menor lo deseamos, lo pedimos y debemos trabajar para lograrlo.

Nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, excluyendo de su amor al hermano a quien ve, y el que dice otra cosa, miente (cfr. 1 Juan), y Jesucristo de tal modo nos urge su mandamiento nuevo de amor, que estando el altar y recordando que algún hermano tiene algo contra nosotros, hemos de dejar la ofrenda, reconciliarnos, y recién después, volver al altar (Mt. 5,25). No se puede, entonces, profesar sinceramente la fe si no se quiere, se busca y se realiza la reconciliación.

La exigencia de este precepto no se limita a la intensidad del amor (dar la vida si es necesario, Jn. 15,12-13) sino que incluye también la universalidad, hemos de amar a todos y cada uno de los hombres, no solo a los amigos, también a los enemigos, a los que no nos quieren, a quienes nos han hecho daño, a todos ya que por ser hijos de Dios, hermanados en la sangre de Cristo, cualquiera sea su condición, son amador por El, quien, con una larga e inagotable paciencia espera su conversión (Lc. 6,27-36).

Nuestra Patria ha padecido numerosos desencuentros, enfrentamientos y desgarrones. No es camino de solución ni cristiano seguir echándonos mutuamente culpas, es necesario frenar definitivamente el resentimiento y aceptar cada uno su parte de responsabilidad en las graves faltas y desaciertos del pasado.

Cada uno desde su función, cualquiera que sea, ha de preguntarse si hay algún rencor o ánimo de venganza en su espíritu. Es necesario clarificar nuestra inteligencia y purificar nuestro corazón. Ninguna razón es valedera para impedir que Cristo Nuestra Paz, venga a nosotros.

No olvidamos que el perdón y la reconciliación suponen arrepentimiento y conversión.

El cristiano no es un pacifista meramente emocional o utilitarista que margine o relativice los valores de la vedad y la justicia. Por el contrario es un constructor de la paz, que porque cree en Dios Creador y en Cristo Salvador, cree en el hombre y en su permanente posibilidad de redención.

El cristiano lucha por la verdad, de la cual es servidor, trabaja por la justicia, sin la cual no hay paz estable y duradera. Sabe que la misericordia va más allá de la justicia. “La experiencia del pasado y nuestros tiempos demuestran que la justicia por si sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no le permite a esa forma más profunda que es el amor, plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones” (Sobre la Misericordia Divina, Juan Pablo II, No. 12).

Toda realización nacional que no parta del principio del mutuo perdón y del deseo de no excluir a nadie del esfuerzo común, lleva en sí misma el germen del fracaso.

El Verbo, que por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo y tomó carne en las entrañas virginales de María, al actualizar en esta Navidad el misterio de su Nacimiento, nos interpela sobre nuestro trabajo por la Paz. Paz con Dios, con todos los hermanos, con nosotros mismos. Todos necesitamos del perdón de Dios, todos necesitamos perdonar para obtener la misericordia divina.

Por eso mismo, queremos, unidos en comunidad de oración en nuestros templos como un solo Pueblo de Dios, y como signo y plegaria ante El, rogar por todos los muertos, por aquellos por quienes alguna familia en la patria llora, y también, porque somos cristianos y tratamos de amar de verdad, vamos a rezar por quienes murieron enfrentando a los argentinos. Que a todos alcance la misericordia de Dios y a los que peregrinamos en el mundo, el Señor nos conceda, con Su amor, el perdón de nuestras culpas, y el saber trabajar por la paz, la unión y la bienandanza de todos los argentinos.

Que María Santísima, Madre de la Esperanza y del Buen Consejo, Refugio de los pecadores y Consuelo de los afligidos nos acompañe en el camino hacia el reencuentro y el trabajo fecundo.

 

 

Buenos Aires, 8 de diciembre de 1982