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Pastoral de la
Conferencia Episcopal Argentina:
evangelio, diálogo y sociedad
I.- Diálogo
1.- Invitación al diálogo
Ante el llamado al diálogo formulado por el superior gobierno de la Nación, los obispos sentimos el deber de hacer llegar nuestra palabra a las autoridades y a la ciudadanía toda. Ella ha de ser, desde el evangelio y la fe, no el parecer de un sector más, siempre respetable, sino un mensaje de luz y de esperanza de quienes somos pastores para todos. Queremos servir a la causa de la comunión, es decir, de la unión y corresponsabilidad de los argentinos en este momento tan importante de discernimiento nacional.
No hacemos sino continuar el magisterio del Episcopado Argentino, que habitualmente se ha expresado en los acontecimientos trascendentes de nuestro país. Ejercitamos así el diálogo fecundo con el mundo, en consonancia con el mandato del Concilio Vaticano II y con la enseñanza del Papa Pablo VI en su magistral encíclica Ecclesiam Suam.
El cristianismo debe evangelizar la totalidad de la existencia humana, incluida la dimensión política. “No puede reducirse el espacio de la fe a la vida personal o familiar, excluyendo el orden profesional, económico, social y político, como si el pecado, el amor, la oración y el perdón no tuviese allí relevancia.”1 La Iglesia se hace presente en este campo para cumplir con su misión esencialmente moral y religiosa, enseñando las grandes verdades evangélicas que iluminan todo lo temporal, exhortando a seguirlas, y ofreciendo su oración y sus sacramentos para sostener a sus hijos en tan difícil responsabilidad.
2.- El diálogo
El hombre es esencialmente dialogante, porque ha sido creado a imagen de Dios, que es la comunión eterna de verdad y amor, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Leva en la raíz de su ser la capacidad y la obligación, y por ello la necesidad, de dialogar con Dios y con los otros hombres: con Dios, en la humildad de la oración y en la obediencia a su voluntad en los hechos de la vida; con los hombres, en las múltiples formas de intercambio cotidiano, en la familia, en el trabajo y en la sociedad.
Como la vocación de unión con la mujer lleva al hombre al matrimonio, la apertura universal a los demás lo capacita para la sociedad política. En ella amplía la dimensión de sus relaciones en procura del bien común, para plenitud de su condición humana.
El diálogo, entre los componentes de la sociedad, ordinario permanente, constituye el modo más natural y espontáneo de promover el bien común, y es a la vez, una parte del mismo. De él nace la sociedad. Con él crece y se perfecciona. De él debe brotar el remedio saludable de sus enfermedades. Sin él la sociedad corre peligro de debilitarse y aún desintegrarse.
El diálogo pues, es un derecho natural, anterior a cualquier derecho positivo y a cualquier implementación práctica. Implica para el individuo y para la comunidad la obligación gravísima de afrontarlo.
El diálogo político no ha de entenderse como un ejercicio circunstancial sobre cuestiones de doctrina o instituciones políticas, ni solo como el coloquio provechoso con hombres públicos, sino, en primer lugar, como la búsqueda del bien común de la sociedad política.
Es propio de este diálogo, nobilísimo entre todos los diálogos humanos, “precisar los valores fundamentales de toda comunidad, la concordia interior y la seguridad exterior, conciliando la igualdad con la libertad, la autoridad pública con la legítima autonomía y participación de las personas y grupos, la soberanía nacional con la convivencia y la solidaridad internacional”.2
3. Las condiciones del diálogo
Tanto para quienes proponen el diálogo, como para quienes lo aceptan existen condiciones, de cuyo cumplimiento real depende el buen éxito que todos deseamos.
El diálogo político como todo diálogo es una búsqueda de la verdad y del bien. No consiste simplemente en un convenio de voluntades vacío de contenido, sino que procura un acuerdo sobre lo que es verdad y bien para el hombre y la comunidad.
Cuanto mayor sea la verdad y el bien que se procuran, más noble será el diálogo y más hondo el vínculo de la sociedad. Así pues, el diálogo supone el amor, que es la voluntad de bien. Es un amor de fraternidad universal, que quiere el bien común.
Como Dios inició el diálogo con los hombres en la creación y lo reinició más maravillosamente en la redención, el hombre de buena voluntad debe estar dispuesto a comenzarlo una y mil veces, no importan las interrupciones o frustraciones que el error y el egoísmo, frutos de la fragilidad y del pecado, hayan provocado en el pasado o puedan provocar en el futuro.
Ello manifiesta la firme voluntad de ser nación, una inagotable capacidad de fraternidad.
Exhortamos a todos los fieles católicos e invitamos a los demás ciudadanos y grupos sociales a no cejar en el empeño de tomar siempre la iniciativa, de dar el primer paso, para entablar el diálogo y sostenerlo.
Se debe estar pronto a reencauzar el diálogo cuando se desoriente debido a “la vanidad de la conversación inútil”,3 a reiniciarlo toda vez que se interrumpa por “la condenación apriorística o la polémica ofensiva y habitual”.4
La obligación de promover el diálogo político universal, atañe de modo especial a la autoridad pública, que con ello cumple una parte relevante de su misión específica.
La complejidad de la vida social moderna, en vez de eximir de esta obligación, le urge más a su cumplimiento, pues un bien social que se hace cada vez más difícil, no puede ser logrado sino por una mayor participación de todos.
“Son muchos y diferentes –dice el Concilio- los hombres que se encuentran en una comunidad política y pueden, con todo derecho, inclinarse hacia soluciones diferentes. A fin de que, por la pluralidad de pareceres, no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común, no mecánica o despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral, que se basa en la libertad y en el sentido de responsabilidad de cada uno.”5
El diálogo exige un verdadero respeto por el otro. Su palabra debe ser recibida con seriedad y considerada con atención proporcionada a su calidad y trascendencia. En verdad sólo comienza a haber diálogo cuando alguien se pone en humilde actitud de escucha.
Se ha de respetar también su libertad, de tal modo que se permita la expresión cabal de su pensamiento, conforme a lo que su conciencia responsable le requiera.
Debe darse una confianza mutua sostenida por recíproca sinceridad. Las ideas y las intenciones que yacen en lo profundo de l persona, sólo se conocen cuando las manifiesta con sinceridad y en los hechos. Y no será recibida su palabra si no se le tiene confianza, si no se le tiene fe.
Una sociedad política es un acuerdo de intenciones y de propósitos y exige esta confianza real entre sus miembros. Los argentinos debemos tenernos fe. Y para eso debemos hacernos dignos de fe.
Un diálogo que, en cualquiera de sus interlocutores, encerrase ocultos designio, no sería más que una desilusión para todos. El lenguaje político no está exento de la grave obligación de ser veraz y sincero.
Debe ser éste un momento en que los argentinos crezcamos en la comunión, con propósito real de fraternidad. Hemos de esforzarnos para quitar las causas que hieren la unidad del cuerpo social. Son muchas y diversas, algunas de ellas crónicas. La inmoralidad generalizada, los delitos económicos, todas lastiman y todas deben ser combatidas. En verdad, todo pecado divide, también el oculto.
Como nos señalara el Santo padre (20/X/1979), la incertidumbre angustiosa sobre los desaparecidos, la situación de los detenidos sin proceso cuentan entre las causas profundas que impiden el mayor encuentro de los argentinos y que esperan sin demora alguna una solución que nosotros, como obispos, no sólo aconsejamos sino pedimos, y que, como verdad, aún dolorosa, será siempre fuerza para la paz.
Debemos decir también con claridad, que crean una desconfianza general y destruyen profundamente el tejido social, aquellos que instrumentan la tragedia y el dolor de otros para fines inconfesados, y a aquellos que persisten en una voluntad de violencia y destrucción.
El gran diálogo que constituye a una sociedad política debe ser asumido con responsabilidad y nadie se puede apartar por inerte indiferencia o por abandonada despreocupación, ni a nadie se debe excluir sino conforme a derecho.
Dios llamó a todos al diálogo con él y de todos entre sí. De modo semejante, el diálogo de los argentinos debe ser universal. A todos compete preguntarse por la nación y cuestionarse a sí mismo. Todos hemos de discernir el destino de la patria y nuestro puesto para servirla.
El diálogo debiera ser instrumento para que algunos se hicieran voz de los que muchas veces no tienen voz: niños y ancianos, familia y obreros, inmigrantes y regiones deprimidas, pobres y enfermos.
Debiera comprender también, siempre en la verdad y en la sinceridad, la búsqueda de caminos para incorporar al mismo a los que eventualmente pudieron tener posiciones desacertadas. Mal podría preciarse de cristiana una sociedad que no supiese incluir en sus leyes y en su convivencia el espíritu de reconciliación de Cristo.
Queda por cierto descartado que se han de incorporar al diálogo aquellos que, dotados de muchos valores y dotes de inteligencia, pueden y deben dar a la comunidad el servicio de su recta actividad.
El diálogo debe ser paciente y perseverante, porque el cambio, la conversión y la reconciliación de los hombres es difícil. Realizar en cualquier nivel el encuentro humano requiere el precio de dolorosos esfuerzos.
4.- Diálogo para la paz
Con
Pablo VI decimos que “nuestro propósito de cultivar y perfeccionar nuestro
diálogo puede ayudar a la causa de la paz entre los hombres [...]. La apertura de un diálogo
desinteresado, objetivo de leal [...] lleva consigo la decisión de una paz
libre y honrosa [...] y no puede dejar de extenderse a las [relaciones] que hay
en el cuerpo de las naciones [...] y en las bases así sociales como familiares
e individuales, para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus,
el sentido, el gusto y el deber de la paz”.6
La verdadera paz es el cúmulo de los bienes humanos.
II. Contenido del diálogo: la
Argentina que anhelamos
1.- Historia y cultura nacional
Es preciso que el diálogo político asuma y comprenda con lucidez la identidad de la Nación, constituida laboriosamente por la vida de las generaciones presentes y pasadas, que hunden sus raíces en los orígenes remotos de América.
Desde entonces, el evangelio acompaña a nuestro pueblo en su conciencia y en su conducta, en medio de las vicisitudes y los claroscuros propios de toda historia humana.
Ha habido en ella intentos más o menos graves de cambio de valores, que podían transformar su identidad como nación. Sin embargo, se debe confesar otra vez que la cultura del pueblo siguió conservando, en su centro más íntimo y determinante, los valores recibidos por el evangelio.
De ello hay muchos testimonio, entre los cuales se destacan el Acta de la Independencia y la Constitución nacional, que pone a Dios como “fuente de toda razón y justicia”.
Para defender este patrimonio espiritual, nuestros próceres ofrecieron sus bienes su honor y su sangre, y muchos otros, después, han sabido caminar honrosamente por sus huellas.
Hoy se ha de continuar sin rupturas, en la construcción de esa nuestra patria, que, reconociendo sus raíces tan ricas de evangelio, toma fuerzas para crear su futuro.
El modo de pensar y de juzgar, de sentir y de actuar de la mayoría del pueblo, encierra valores humanos que son fruto de evangelio. Su concepción del hombre, su dignidad y sus derechos, su igualdad y su apertura al mundo y ha podido convivir con ellos con sincera fraternidad.
2. Sociedad y política
En esta delicada situación en que nos encontramos, debemos reconocer fallas estructurales, pero fundamentalmente, un desorden moral, que existiendo en los otros sectores de la vida, abarca también el de la política.
Pese a los graves defectos que la actividad pública ha tenido muchas veces en la Argentina, reconocemos la nobleza que corresponde a la política como tal, que se ha concretado entre nosotros también en grandes logros que nos enorgullecen y esperanzan.
Para iluminar el campo sobre el que se desarrollará el diálogo político, la Iglesia tiene un rico acervo de enseñanzas, su doctrina social, que ha elaborado con sabiduría a través de los siglos.
Invitamos a los hombres de buena voluntad, a los católicos en particular, a valerse de ella, capaz de cuestionar las ideologías y de ayudar a encontrar los caminos, a pone los fundamentos y a dar líneas seguras para un recto orden de la sociedad política.
Proponemos aquí algunas líneas esenciales que , si las circunstancias lo aconsejaren, habremos de exponer más ampliamente.
3. Sociedad política
Los hombres nos reunimos en sociedad por exigencias de nuestra naturaleza, que determina su fin y su esencia y, por lo tanto, las normas morales de sus miembros.
En busca de superación de las propias limitaciones y siguiendo la inclinación de su naturaleza social, las personas, la familia y las sociedades intermedias, se reúnen en la sociedad política para lograr su perfeccionamiento y su plenitud humana mediante el bien común, que comprende las condiciones necesarias y convenientes para el desarrollo integral del hombre.7
4. El bien común
Pertenecen al bien común: la defensa de la dignidad de la persona, sus derechos y su libertad, especialmente la libertad religiosa. El derecho a la vida, aun antes de nacer. El derecho a la salud y a la vivienda. El derecho al trabajo. El derecho de propiedad y su función social. La defensa de la familia, hogar del amor y de la vida nueva. Las sociedades intermedias y el principio de subsidiariedad. El acceso a los bienes de la educación y la cultura, con igualdad de oportunidades para todos. El establecimiento de la justicia por un orden jurídico que defienda a todos, pero especialmente a los más débiles y desamparados y procure la participación de todos en los bienes materiales y espirituales. La custodia de las múltiples libertades cívicas. El establecimiento de un Estado que, no sólo defienda los derechos de las personas, sino que intervenga positivamente cuando lo requiera el bien común; que despierte la responsabilidad y garantice la participación de los ciudadanos en la gestión de la cosa pública para que constituyan un verdadero pueblo y no acepten vivir en la demagogia ni en la masificación.
El Estado ha de velar por el orden económico y social, en el que la economía esté al servicio del hombre, y ha de prevenir y sancionar los posibles abusos y desórdenes. Por último, ha de ser celoso y firme, sabio y prudente custodio de la unidad y seguridad de la nación.
5. Actividad política
Cuando estamos diciendo manifiesta la importancia de la actividad política, de la cual es sujeto activo no sólo la autoridad, sino todo el pueblo.
“Hay que prestar gran atención –dice el Concilio- a la educación cívica y política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo y sobre todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad.”8
A estas palabras del Concilio, añadimos las de Juan Pablo II en su visita a Méjico; todos “quieren se tratados como hombres libres y responsables, llamados a participar en las decisiones que conciernen a su vida y a su futuro”.9
La responsabilidad de los ciudadanos, que tienen todos el deber y el derecho de la actividad política, debe llevar a buscar los medios más adecuados para hacerla eficaz. Entre esos medios se han de mencionar ante todo a los partidos políticos.
“La política partidista10 es el campo propio de los laicos. Corresponde a su condición laical el constituir y organizar los partidos políticos, con ideología y estrategia adecuada para alcanzar los legítimos fines.”
Los partidos políticos, pues, son opciones ideológicas legítimas de los laicos, pero siempre en el cuadro de la política como servicio al bien común. Por lo cual, no se han de supeditar a intereses particulares ni tampoco han de absolutizar sus ideas y principios cuando sólo tengan un valor relativo.
Como obispos argentinos pedimos a los partidos políticos que no propongan programas que atenten contra la verdad y conciencia cristiana de sus adeptos.
Solo el hombre es capaz de diálogo. Las otras creaturas del mundo no dialogan porque no son imagen de Dios.
Que el diálogo de los argentinos manifieste en todo esa dignidad y nobleza.
Conclusión
El año mariano es un don de Dios a nuestro pueblo. Que por la intercesión de la Santísima Virgen de Luján, patrona y Madre de los argentinos, podamos presentar agradecidos a nuestro Padre que está en los cielos, una Argentina renovada en estos valores cristianos de comprensión y de justicia, de fraternidad y de paz.
San Miguel, 3 de mayo de 1980.
1 Documento de Puebla N° 515
2 Documento de Puebla, N° 521
3 E.S. N° 81
4 E.S. N° 81
5 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 74
6 Encíclica sobre el mandato de la iglesia en el mundo contemporáneo, N° 110
7 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 74
8 Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, N° 75
9 Juan Pablo II, Discurso a los obreros de Monterrey
10 Documento de Puebla, N° 524