Una de las consecuencias
políticas de la guerra de Las Malvinas consiste en la decisión del gobierno de
ipso de limitar la usurpación del poder y comprometerse a la restitución de la
vigencia de la Constitución con el consiguiente llamado a elecciones generales.
Ante esa situación, el Episcopal reitera su postura de que la reconciliación
nacional ha de ser, en parte, fruto de la institucionalización democrática,
para lo cual se hace necesario la plena y responsable participación cívica de
los ciudadanos. Haciendo su contribución pastoral los obispos desarrollan los
criterios, valores y principios que deben guiar la conducta cívica de los
cristianos. Los mismos fueron enunciados con anterioridad a la formulación de
los programas de los partidos políticos.
En nuestro documento de mayo de 1981 “Iglesia y Comunidad Nacional”, queriendo impulsar la participación política de los laicos cristianos, decíamos: “Asimismo conviene que los laicos que se sienten capacitados no rehuyan ocupar puestos de responsabilidad, con verdadero espíritu de sacrificio, abordando el difícil quehacer de las opciones posibles en la labor social, educacional y política para vivir la consigna evangélica de ser sal, luz y levadura en las estructuras temporales” (I.C.N., 188).
Volvimos sobre este trema en el pronunciamiento que nuestra Comisión Permanente emitiera en agosto de 1982: “Camino de Reconciliación”, en momentos particularmente difíciles de la realidad nacional, definidos por una profundización de la crisis que conlleva, como imperativo moral, una exigencia de participación política de todos los ciudadanos, en esta ardua circunstancia histórica.
Por ello nuestro propósito hoy es renovar estas exhortaciones, recordando que nuestra Patria necesita una presencia cívica definida, capaz de reconstruir la esperanza y afianzar un proceso de institucionalización democrática de la sociedad argentina, que permita a todos los hombres de buena voluntad retomar solidariamente el cauce de la construcción de un futuro, asentado en los valores humanos y morales que definen la identidad cultural de nuestro pueblo (cfr. Iglesia y Comunidad Nacional, 196, 197, 198).
La acción de los ciudadanos, en el marco del compromiso político, requiere fidelidad, coherencia y perseverancia, para ser auténtico testimonio de los valores humanos.
Fidelidad a los principios que rigen la vida de una nación, que se fundan en la naturaleza humana y que, para los creyentes, se ven enriquecidos por la fe.
Coherencia que debe traducirse en la opción de políticas concretas conciliables con los valores evangélicos, en el marco de un pluralismo de la sociedad argentina, que reconocemos válido y enriquecedor, lo que exige reflexión sobre el contenido de las propuestas así como también un examen sobre la idoneidad moral de las personas que las presentan.
Perseverancia que reclama de cada ciudadano la celosa conservación y defensa de los valores de la persona humana y del orden social en que ella se realiza.
temporal
del laico cristiano
1. En la determinación de su opción temporal, el laico cristiano debe tener en cuenta, en primer lugar, la necesidad de conocer profundamente la Enseñanza o Doctrina Social de la Iglesia. Como bien lo señala Juan Pablo II, ella comporta “principios de reflexión, pero también normas de juicio y directrices de acción. Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a ella, es en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales y de sus esfuerzos a favor de la liberación y promoción de sus hermanos” (J.P.II, Disc. Inaugural Puebla, D.P. pág. 24, III. 7).
2. El cristiano que asume una opción política como un compromiso evangelizador y como una forma eminente del ejercicio de la caridad, debe tener una clara visión de los límites y de los obstáculos necesariamente presentes en el ejercicio de la acción política. El poder político puede ser una de las idolatrías que tientan al hombre contemporáneo y puede, también, si se ejerce abusivamente, dañar la dignidad humana. No cabe hacer de él algo absoluto, ni concebirlo como un fin en si mismo. Por el contrario, el compromiso cristiano debe ser vivido como una opción a favor de la vida y de la promoción humana y social de toda la comunidad nacional. En este marco, el poder es un servicio al pueblo, que exige humildad y una actitud autocrítica permanente en quienes lo ejercen o se preparan par su ejercicio.
3. El primer deber de los cristianos en la acción política es la promoción del hombre y la custodia de sus derechos fundamentales. Nuestra fe, que nos lleva a concebirlo como creado “a imagen y semejanza de Dios”, contiene una exigente defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, la preservación de su libertad y la celosa custodia del valor de la vida.
La vida humana desde su iniciación hasta su fin natural, ha de ser defendida y preservada.
Por lo tanto, para todo hombre de recta conciencia, el aborto voluntario es un crimen de particular malicia, decidido por quienes en el plan de Dios, han de custodiar y defender la vida inocente ya iniciada. Luchar contra su práctica, que lamentablemente se va extendiendo, es una forma fundamental de afirmar el derecho de la vida.
El asesinato, la tortura física y moral, las acciones terroristas, los secuestros, las desapariciones físicas, la carrera armamentista, constituyen formas que injurian la vida la persona humana, en la que Dios mismo es escarnecido e injuriado.
En síntesis, salvado el principio de la legítima defensa, se ha de llevar al plano político concreto el precepto bíblico: No matar ni herir la vida del hermano.
4. La democracia, como modelo adaptado a la idiosincrasia de nuestro pueblo, exige de los cristianos en su compromiso político, una actitud coherente en la defensa y promoción de sus contenidos y principios básicos. En nuestro documento “Iglesia y Comunidad Nacional”, nos hemos extendidos a este respecto intentando definir, en una apretada síntesis, “las condiciones esenciales para que pueda alcanzarse en plenitud” (I.C.N. 116 al 131).
5. La promoción del bien común, entendido como el bien de la persona, de las familias y de los diversos grupos que constituyen la sociedad civil, es la principal finalidad de la acción política, y a su valoración, desarrollo y extensión debe comprometerse el cristiano. Bueno es recordar las palabras de Juan Pablo II en Brasil: “La justicia social es el nuevo nombre del bien común”. Dicho de otra manera, sin la satisfacción de las necesidades básicas, que permitan a todas las familias gozar de una adecuada calidad de vida, en el marco de una justa distribución de los bienes, no hay bien común. El es también incompatible con persistencia de estructuras injustas y de los indicadores típicos del subdesarrollo, la marginación y el colonialismo interno, esto es, la postergación del interior, en el marco de una inadecuada distribución de los recursos entre las distintas regiones del país.
6. La opción por los pobres, los débiles, los enfermos, los discapacitados, que define con tanta claridad el Documento de Puebla, debe ser un móvil determinante del compromiso político del cristiano.
Sin una política que privilegie la promoción humana, la lucha contra la extrema pobreza y la desocupación, y la asistencia preferencial a los ancianos, a la minoridad abandonada, a las familias necesitadas, a los enfermos crónicos, a los grupos aborígenes y criollos carentes de educación fundamental, a los discapacitados, a los inmigrantes, especialmente de países vecinos, no hay bien común.
7. Se ha de valorar el Estado de Derecho, como marco natural para el ordenamiento de la vida social. La Ley justa dictada por el Congreso y la autoridad legítima que detentan los órganos establecidos por la Constitución, obligan en conciencia a los ciudadanos. En nuestro documento de mayo de 1981, advertíamos que su ausencia define la “crisis de autoridad”, que marca uno de los factores negativos de nuestra historia en los últimos cincuenta años. (cfr. I.C.N., No. 35). Ello exige igualmente que los laicos valoren, conozcan y difundan la Constitución Nacional, trabajen por el afianzamiento del actual proceso de institucionalización y condenen el “espíritu golpista”, cuyas consecuencias agravarían el actual contexto argentino (cfr. Camino de Reconciliación, No. 13).
8. En la defensa de la dignidad humana, el bien común y la justicia social, los cristianos en su opción política deben promover la valoración del trabajo humano y su primacía por sobre el capital, la técnica y aún las estrategias económicas, que deben estar colocados al servicio del hombre, como sujeto de la actividad laboral.
En el centro de la cuestión social, como lo define “Laborem Excercens”, está la dignidad del trabajador, exigencia de una justa retribución y condiciones personalizantes del trabajo. Como lo señala la Doctrina Social de la Iglesia en diversos documentos, el hombre no puede ser reducido a un mero factor de producción o de consumo, como lo pretende el materialismo práctico de algunas formas del capitalismo liberal o el materialismo teórico-práctico que define al estatismo colectivista del marxismo-leninismo.
Conviene una vez más señalar que la visión materialista del hombre, que se expresa especialmente en el marxismo y en el capitalismo liberal, es inconciliable en la concepción cristiana del hombre, vulnerando la dignidad y derechos fundamentales de éste.
9. El laico cristiano en su opción temporal, debe luchar por la preservación de los derechos inalienables de la familia, célula vital de la sociedad, cuya existencia precede a la del Estado. Esto implica el rechazo del divorcio vincular y de todo aquello que atente contra la unidad y permanencia del núcleo familiar.
También ha de procurar que los medios de comunicación social no sean utilizados como vehículos de antivalores debilitantes de la integridad de la familia (cfr. Iglesia y Comunidad Nacional, No. 37).
Por otra parte, la familia debe ser promovida en el marco de una política social del Estado, que favorezca con medidas adecuadas el derecho del hombre a fundar una familia, asegurarle condiciones socioeconómicas y ambientales adecuadas para su desarrollo, así como también prestar servicios asistenciales que la consoliden en el cumplimiento de su relevante función social.
10. En materia de educación, el laico cristiano comprometido políticamente debe trabajar en pro de la igualdad de oportunidades, lo que exige contar con las estructuras adecuadas que garanticen a todos los niños y jóvenes el acceso a la educación elemental y media, combatiendo el analfabetismo, la deserción escolar y todo aquello que obstaculice este derecho fundamental. De la misma manera es necesario asegurar la plena libertad de enseñanza, que pasa tanto por el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos, incluida la educación religiosa, como por los contenidos educativos para que estén centrados en una concepción integral de la formación. Por cuanto en definitiva lo que debe perseguir la educación es “humanizar y personalizar al hombre”.
En este plano también nos remitimos a lo expuesto sobre el tema en la Doctrina Social de la Iglesia y en particular el documento “Iglesia y Comunidad Nacional” (cfr. 151 al 157).
11. En el campo económico-social, donde la crisis ha asumido proporciones dramáticas, con sus profundas consecuencias de quiebra productiva y frustración humana, los laicos que opten políticamente, deben proyectar su capacidad creadora y técnica en la búsqueda de una transformación que asegure un desarrollo económico sostenido, así como también la participación del pueblo en los beneficios del desarrollo. En este punto no caben las dogmáticas adhesiones a escuelas o sistemas económicos, que no aseguren trabajo, bienestar y calidad de vida digna a todos los hombres y a todas las regiones del país.
Las políticas que se adopten deben mirar, en primer lugar, a la atención a las necesidades sociales básicas y la promoción de las regiones y grupos sociales marginados. Un sistema económico que no procure justicia, pan, trabajo y libertad al conjunto de los argentinos “es nocivo, está en el error y va contra el hombre” (Cfr. Juan Pablo II, Disc. Nowa Huta, Polnia).
12. La tentación de la violencia y la llamada “radicalización política”, so pretexto de un compromiso con la justicia y la liberación, es una de las tensiones que pueden desviar a los ciudadanos de una recta opción política.
Volvemos a reiterar lo que venimos sosteniendo desde ya hace muchos años: la violencia no es evangélica ni humana ni tampoco eficiente para la solución de los graves problemas argentinos. Cuando el país se dejó arrastrar por la espiral de la violencia, lo único que sobrevino fue dolor y muerte. Por eso hoy, consciente de la persistencia de heridas no cerradas en la comunidad nacional, con su secuela de secuestros, asesinatos torturas, desapariciones, terrorismo y frustración humana, hacemos una clara y dramática advertencia. El único camino para la acción política de los argentinos es la exclusión total de la violencia y de toda dialéctica negadora de la fraternidad humana. Los cambios sociales necesarios deben ser logrados mediante el diálogo sincero y los legítimos métodos de acción, en el marco de las estructuras naturales de la sociedad, en lo que se hace posible la participación popular. Estos son los partidos políticos y, en el ámbito de su acción específica, los sindicatos, las asociaciones de profesionales y empresarios, las cooperativas, así como otras instituciones intermedias de variado tipo, que expresan la dinámica social de nuestra comunidad.
13. Otra desviación posible, a la que es proclive la vida pública, es la soberbia del poder y la corrupción. El hombre, en su acción política, debe estar siempre atento para impedir que el movimiento que integra, pueda desviarse de su búsqueda del bien común para caer en la defensa de intereses mezquinos, particularismos egoístas, ambiciones ilegítimas o corrupción económica.
El ciudadano ha de denunciar todas las formas de corrupción y no ha de transigir con forma alguna de venalidad, latrocinio o abuso de poder o autoridad.
14. En su compromiso político, el cristiano que asuma, como lo requiere la grave situación argentina, una militancia de partido debe recordar su rol evangelizador. Lo que supone, en los criterios y las actitudes, ser constructor de la esperanza, promotor de la fe y los valores que conforman nuestra identidad cultural, agente de la reconciliación y un fervoroso apóstol de la paz.
15. Trabajar por la reconciliación y la paz, es un presupuesto necesario en la opción política de todos los argentinos. Requiere comprometerse seriamente en la búsqueda de la verdad, la justicia y el amor, como camino para superar los actuales conflictos de nuestra sociedad y cerrar las dolorosas secuelas de la “guerra sucia” y la corrupción. Pero requiere también luchar a favor de un proyecto auténticamente solidario y liberador, que para por la integración de América Latina y la búsqueda de soluciones pacíficas a nuestros problemas limítrofes, especialmente con nuestros hermanos chilenos.
16. Finalmente, la militancia en un partido implica, frente a los adversarios políticos, una actitud de respeto mutuo, que signifique una valorización de la amistad cívica.
Debemos recordar que la búsqueda de la eliminación del enemigo y la negación del pluralismo es uno de los males que definen el origen de nuestra crisis nacional.
17. Resumiendo: los partidos políticos que soliciten el voto de los católicos han de presentar plataformas electorales que no entren en conflicto con los principios que hemos enunciado.
Respecto a los candidatos, han de ser de tal calidad ética que aseguren el cumplimiento de lo que han prometido.
A nuestros fieles les recordamos, cualquiera sea su grado de participación política, que no es lícito el indiferentismo ni la abstención, y que deben por tanto optar entre aquellos partidos:
a) que protejan la vida en toda su extensión, desde el inicio de la concepción en el vientre materno hasta la muerte;
b) que descarten toda violencia en la consecución de sus fines, que valoren la paz como bien supremo, don y tarea, al que han de dirigir mancomunadamente sus esfuerzos;
c) que protejan la libertad, en primer lugar la libertad religiosa, que permite al hombre su relación con el Creador, siendo el valor religioso integrante fundamental del bien común;
d) que valoren la familia, defendiendo sus derechos e integridad, rechazando el divorcio y todo lo que daña su unidad y estabilidad;
e) que defiendan la primacía del hombre en toda la actividad económico-social, y tengan una clara valoración del trabajo humano como clave de la cuestión social (L.E.);
f) que sostenga la legítima lucha por la justicia en todos los órdenes de la viuda, así como la recta distribución de los recursos materiales y espirituales;
g) que promuevan el acceso a la educación como derecho para todos y la libertad de enseñanza que permita a cada familia elegir el tipo de educación que quiere para sus hijos, incluyendo la formación religiosa.
Por último, si bien la Iglesia, por razón de su misión y su competencia no se confunde, en modo alguno, con la comunidad política ni con ningún sistema político (G.S., 76), sin embargo, ella debe iluminar desde la óptica de la fe a los hombres, para que trabajen en la construcción de un tipo de sociedad lo más cercano posible al ideal del Evangelio.
San Miguel, 22 de octubre de 1982.