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El anuncio efectuado por el Papa Juan Pablo II de celebrar un Año Santo Extraordinario al cumplirse 1950 años de la Redención es recibido con gozo por el Episcopado y, al dar a conocer esa convocatoria a 12 meses de purificación espiritual, conforme el espíritu de reconciliación y penitencia que el mismo implica, exhorta a que sea empleado, entre nosotros, para lograr el reencuentro y la conciliación de los Argentinos.

 

 

 

 ANUNCIO DE UN AÑO DE GRACIAS

 

                                     

1. Con gran alegría hemos recibido el anuncio hecho por Juan Pablo II de celebrar un Año Santo Extraordinario al cumplirse 1950 años de la Redención. El Papa nos convoca exhortándonos con entusiasmo a abrir las puertas del corazón al Redentor, para que su ministerio nos inunde y nos santifique de verdad.

     Se propone incitarnos a participar del espíritu de reconciliación y penitencia y a prepararnos al Año Santo del 2000, para comenzar el tercer milenio con una vida evangélica profundamente renovada en bien del mundo entero.

     La convocatoria del Sumo Pontífice es un hecho providencial que hemos de recibir con agradecimiento, como un don precioso de Dios para todos y cada uno de nosotros.

 

2. El centro de la celebración del Año Santo es el Misterio de la Redención. Toda la vida de la Iglesia está inmersa en él y lo trasunta. Y toda la existencia del mundo aspira en él porque es su plenitud (cfr. Bula del Año Santo 3). La historia lo tiene como su cima, y la vida de los cristianos culmina con la eucaristía, que constituye la comunión más rica y honda con él. Todos los momentos de dolor y gozo, de trabajo y descanso, todos los sentimientos, pensamientos y afectos cotidianos deben estar traspasados por su luz y su virtud. Por eso este Año Santo debe ser un año ordinario celebrado de modo extraordinario.

     La posesión de la gracia de la Redención, que se vive ordinariamente dentro y mediante las estructuras de la Iglesia, se ha de convertir en extraordinaria por la peculiaridad de la celebración anunciada (Juan Pablo II a los Cardenales, 23/12/82); es decir, por la intensidad y la amplitud de la meditación del misterio, de su comunicación y participación.

 

3. La Redención es el gran proyecto del Padre, verdadero misterio escondido en sus “entrañas de misericordia” (Lucas 1,78), realizado en la plenitud de los tiempos, en la Pascua de Cristo, por quien “la muerte ha sido devorada por la victoria” (1 Cor. 15,54). En Jesucristo, Hijo de Dios e hijo de María, brilló para el mundo el rostro de Dios y su amor. En El tenemos todos los hombres la posibilidad y el deber de hacer brillar para Dios Padre, nuestro rostro y amor de hijos. Esta gracia de la Redención, que nos es comunicada por el Espíritu de Cristo, nos renueva y santifica, y crea en nosotros al hombre nuevo, recuperado par Dios, para sí mismo y para sus hermanos.

 

4. La santidad de los hombres, a la que está orientado todo Año Santo, consiste precisamente en la participación de la vida de Jesucristo. Por ella somos hechos de verdad hijos de Dios y hermanos del mismo Jesús, para que siguiendo sus huellas y obedeciendo siempre a la voluntad del Padre, nos entreguemos con toda el alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo (cfr. Lumen Gentium, 40).

     Se trata de un cambio radical de espíritu, de mente y de vida, que debe operarse en toda la Iglesia y en cada uno de sus miembros. “Esta actitud, dice el Papa, es suscitada por la Palabra de Dios, que es revelación de la misericordia del Señor, se actúa sobre todo por vía sacramental y se manifiesta en múltiples formas de caridad y de servicio a los hermanos” (Bula 5).

     La santificación empeña a todo el hombre y su libertad. Dios, que se nos entrega El mismo en Jesucristo, reclama nuestra donación total. La santificación es dejarse penetrar hasta la raíz del alma por la unción del Espíritu de Cristo y es transformar toda nuestra acción humana según el Evangelio. Por la fuerza del Espíritu seremos capaces de cumplir los mandamientos de la ley divina.

     El Año Santo es un ofrecimiento del amor de Dios para la conversión profunda y total.

 

5. La Iglesia es el “lugar” donde cada hombre entra en contacto con Cristo, su Redentor. Es deber de ella, en cuanto sacramento universal de salvación, ir a los confines del universo y al corazón de las ciudades APRA anunciar el Evangelio. Su afán es “ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención que se realiza en “Cristo Jesús” (Redemptor Hominis 10); y el deber suyo es extender el Reino de Dios a todos los hombres y a todo el hombre. “Con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de los pueblos, no sólo no desaparezca sino que se purifique, se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre” (Lumen Gentium 17). La Iglesia tiene conciencia de que con este ministerio responde a las más profundas inquietudes del corazón humano: “la búsqueda de la verdad, insaciable necesidad del bien, el hambre de libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia...” (Redemptor Hominis 18).

 

6. Dios no excluye de su redención ningún aspecto ni ningún instante de la vida del hombre: todo es restaurado y recapitulado en Cristo. Dios hace llover su gracia cada día, “envía su Espíritu y renueva la faz de la tierra” (Salmo 103). Pero la Iglesia, que administra la gracia de Cristo porque así El lo ha querido, sabe que el Pueblo de Dios es peregrino, atraviesa por el desierto en el cual el hombre es tentado, lucha, se entrega una y otra vez a la idolatría; y por eso esta Iglesia, que es madre y maestra, establece –tiene el poder de hacerlo– tiempos fuertes de gracia en los que, por un lado, brilla más la magnanimidad del amor de Dios en la abundancia de la salvación; y, por otra parte, el hombre toma mayor conciencia de la iniquidad del pecado, se abre más al perdón de Dios y se dispone mejor a la conversión. El Año Santo aparece como un “gran signo” (Ap. 12,1) en el tiempo de los hombres, para que éstos, por su conversión, regeneren la historia. En ella la fuerza del Evangelio y la energía de la Redención empapan la tierra: “Visitas la tierra, la haces fértil / y la colmas de riquezas; / los canales de Dios desbordan de agua,/ y así preparas sus trigales” (Salmo 65, 64).

 

7. Nuestra Nación Argentina es parte de este mundo que recibirá este especial paso del Señor que salva (Salmo 67, 20). Cada persona, cada familia, cada núcleo social recibe la gracia de acuerdo a su falencia, a sus necesidades y a su misión. Sabemos que nuestra Patria padece, entre muchas otras cosas, del pecado de desunión, a la vez que ansía vivamente el reencuentro entre todos sus hijos.

     La Iglesia en la Argentina ha invitado a todos los hombres de este país a la reconciliación para eliminar “el mal de la discordia” que hiere la vida social.

     El Año Santo será una fuerza inmensa y eficaz para el reencuentro fraterno, ya que a la especial efusión de la gracia, se unirá la oración y la santidad de los cristianos de todo el mundo; estaremos apoyados por la Iglesia universal, y sentiremos que una gran capacidad de amor y de perdón nos invade y nos mueve a elaborar, unidos, un futuro más justo y éticamente más sano.

     Nos atrevemos a ofrecer una vez más nuestras reflexiones plasmadas de la exhortación “Camino de Reconciliación”, para que allí meditemos y revisemos los peculiares compromisos que, dentro de la penitencia y conversión jubilar, nos urge cumplir.

     En la experiencia de alcanzar misericordia, y con un corazón convertido, descubriremos la capacidad de nuestro corazón de perdonar, de ser misericordiosos, de amar a los enemigos, de rogar por los que nos persiguen, de estar al servicio de los que padecen: -los hambrientos, los sedientos, los pobres, los angustiados, los enfermos, los presos, los marginados,- sabiendo que, a través de todos ellos, nos saldrá al encuentro el Señor nuestro Redentor.

     Junto con el Papa, exhortamos a realizar obras de misericordia.

     Al comenzar el Año Santo la Providencia nos presenta la necesidad ingente que padecen hermanos nuestros, en las regiones inundadas del litoral.

     Que nuestra ayuda sea signo concreto y visible del deseo de una conversión sincera.

      Que María, “la primera de los redimidos”, nos ayude a “encontrar nuestra parte en el misterio de la Redención”, a “comprender más profundamente la dimensión divina y humana de este misterio”, y a “beneficiarnos más plenamente de sus inagotables recursos”. (Juan Pablo II – Oración: 8/12/1982).

 

Comisión Permanente

Conferencia Episcopal Argentina

 

 

Buenos Aires, 16 de marzo de 1983