XI CEN: Homilía de Mons. José María Arancedo, Presidente del Episcopado
Queridos hermanos:
Hemos venido a San Miguel de Tucumán a celebrar agradecidos el 11° Congreso Eucarístico Nacional y a renovar nuestra fe y adorar la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, lo hacemos en el marco del Año Santo de la Misericordia y del Bicentenario de la Independencia. Es un acontecimiento que adquiere, por el lugar y la fecha de su celebración, un significado muy especial en nuestra Patria. Son realidades que han tenido una profunda relación desde los primeros pasos de nuestra identidad como Nación. La fe no estuvo ausente en aquellos congresistas aquí, en Tucumán. Es más, la fe era para ellos una riqueza que sostenía sus deseos de Independencia en el contexto histórico en que vivían. No había contradicción entre su fe católica y el compromiso patrio. La actitud de Jesucristo que amaba a su Patria, Jerusalén y que incluso lloró por ella nos ayuda a comprender esta dimensión social de la fe. (Lc. 19,41) Como argentinos, pienso, que nos haría bien esta actitud de dolor de Jesus por lo que nos falta de honestidad y justicia, de respeto por la vida y reconciliación.
Aquellos valores profesados en la “Casa Histórica” marcaron un camino que luego será recogido en nuestra Constitución Nacional, cuando sobre el fundamento de Dios: “fuente de toda razón y justicia”, se nos habla de “consolidar la paz” y de una Patria abierta a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. La fe en Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, manifiesta, junto al amor y el compromiso con la Patria, una apertura fraterna a todos los hombres. La fe no nos aísla, es camino de encuentro, de respeto y de diálogo.
En el marco del Año Santo de la Misericordia hemos elegido en este día celebrar la plegaria eucarística de la reconciliación. No podemos hablar de Dios sin una referencia a su misericordia que conocimos en Jesucristo, “el rostro misericordioso del Padre”. La misericordia es un amor que se hace cercanía ante el dolor y la necesidad del otro, vive a la espera de un encuentro y no se detiene ante una respuesta negativa o no esperada. Así nos ama Dios, incluso en nuestra lejanía. En la figura del Padre de la parábola del hijo pródigo (Lc. 15), que acabamos de proclamar, encontramos la mejor imagen de la misericordia de Dios. Ella es certeza de un amor que no muere porque siempre está a la espera del encuentro, su horizonte es la reconciliación que es una página central del evangelio.
Recuerdo, cuando al iniciar el camino hacia el Bicentenario 2010-2016 nos propusimos como una de las metas: “Avanzar en la reconciliación entre sectores y en la capacidad de diálogo”. Retomábamos, con ello, una de las indicaciones que nos hiciera Aparecida: “Es necesario, nos decía, educar y favorecer en nuestros pueblos todos los gestos, obras y caminos de reconciliación y amistad social, de cooperación e integración. La comunión alcanzada en la sangre reconciliadora de Cristo, concluía, nos da la fuerza para ser constructores de puentes, anunciadores de verdad, bálsamo para las heridas” (Ap. 535).La reconciliación, como vemos, está en el corazón mismo de la vida cristiana, porque tiene su fuente en Cristo que: “nos reconcilió con Dios en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona” (Ef. 2, 16). En cada celebración de la eucaristía actualizamos esta verdad de nuestra fe que nos hace testigos ante el mundo. Es esta misión de Cristo la que se prolonga sacramentalmente en la Iglesia y define su vocación: “como signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L.G. 1). De esta Iglesia, querida por Jesucristo, somos “piedras vivas”.
Como argentinos venimos de una historia con luces y sombras, con desencuentros y heridas, con el flagelo de la corrupción y del narcotráfico, pero nos sentimos animados por la luz de la fe que fortalece nuestra esperanza y renueva nuestro compromiso de una Patria de hermanos. Cuando hablamos de perdón y reconciliación lo hacemos con la certeza de una verdad que nace del amor misericordioso del Padre; no hablamos de una utopía sino de una realidad que hemos conocido en Jesucristo. La reconciliación no es impunidad, ella necesita de la verdad y del ejercicio de una justicia independiente respetuosa de las garantías constitucionales, pero aspira a una meta más alta y significativa. Cuando abrimos nuestra mente y nuestro corazón al llamado evangélico de la reconciliación se abre un camino nuevo hacia la concordia y la fraternidad. La reconciliación es profecía y camino hacia una humanidad nueva. El anclaje en la historia y la fuerza de esta profecía es un “Cristo vivo en ustedes”, nos diría San Pablo (Col. 1, 27).
Queridos hermanos, especialmente queridos jóvenes, sintámonos protagonistas de una Argentina dispuesta a superar odios y divisiones que nos enfrentan y aíslan, no temamos reconocer errores, vivamos nuestro presente, nuestras relaciones y nuestra historia con espíritu de reconciliación que no es debilidad, sino expresión de fortaleza moral y madurez espiritual. Que nunca se endurezca ni se cierre nuestro corazón, dejaríamos de ser testigos y profetas del Evangelio. ¡Danos, Señor, tu Espíritu de “sabiduría y fortaleza” para vivir el evangelio de la reconciliación, y construir una Patria más fraterna y solidaria! La Iglesia, que vivió y también padeció en sus miembros momentos duros y difíciles en tiempos de nuestra historia reciente, consideró en conciencia que era evangélico pedir perdón, y lo hizo público al inicio del Año Santo del Tercer Milenio. Lo vivimos como un acto de fidelidad al Dios del amor y la vida, de la misericordia y el perdón, de la reconciliación y la paz.
Este es el Evangelio que recibimos de Jesucristo, Señor de la Historia y no lo podemos callar, el que hoy nos llama a ser sus testigos en nuestras familias, en nuestras relaciones y al servicio de nuestra amada Patria. Para ello los invito, queridos hermanos, a renovar en esta celebración nuestra fe en su presencia viva y real en la Eucaristía como el compromiso con su Evangelio, aquí, en Tucumán, Cuna de nuestra Independencia. Que María Santísima, Nuestra Madre, nos acompañe en este camino que es obra de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Amén.