XI CEN: Homilía del Cardenal Mario Poli
María anima la Evangelización del Pueblo Argentino
Cuando el último libro de la Biblia nos dice: «Se abrió el Templo de Dios que está en el cielo y quedó a la vista el Arca de la Alianza» (Ap 11, 19), no podemos dejar de pensar en María, «la sagrada y viviente arca del Dios vivo, la cual llevó en su seno virginal a su Creador»1. Con su sí en la anunciación, la sombra del Espíritu divino hizo que «el arca de su cuerpo fuese albergue de Dios y fuente de vida»2; hoy, en este sábado, al celebrar a la Virgen misionera en la Argentina, y mientras esperamos el Día del Señor, queremos mirar a Aquella que «nos ha procurado todos los bienes. En ella Dios se ha hecho hombre, y el hombre ha venido a ser Dios: ¿qué puede haber más extraordinario y maravilloso?»3.
Sí, la Virgen es la Nueva Arca de la Alianza: hay en este merecido título mariano, antiguas y deslumbrantes resonancias bíblicas, como el eco que nos trajo la primera lectura del segundo libro de Samuel, cuando el rey David trasladó el Arca de la Alianza a la ciudad santa de Jerusalén a través de las montañas de Judá. David y todo Israel llevaban el Arca rodeados de una gran alegría, porque representaba la presencia de Dios en medio de su pueblo. «El Arca de la Alianza, toda recubierta de oro, en la cual había un cofre de oro con el maná, la vara de Aarón que había florecido y las tablas de la Alianza» (Hb 9, 4). Fue venerada por el pueblo durante su peregrinación en el desierto, y finalmente ocupó el centro del culto en el bellísimo templo que le construyó el rey Salomón. Con todo, el Arca de la Antigua Alianza desaparece en época del profeta Jeremías y el pueblo judío esperaba encontrarla al fin de los tiempos.
Pero Dios adelantó su promesa, porque en María, desde el mismo instante del anuncio angélico, su vientre –como el común de las madres primerizas–, «calladamente se deformó en cántaro a la presión continua del misterio»4. Será en la joven hebrea de Nazaret, en quien va a habitar la presencia del Señor: «Ella es en persona la hija de Sión, el arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es "la morada de Dios entre los hombres" (Ap 21, 3)» (CEC 2676). Las figuras antiguas eran signos y dejan paso a nuevas realidades, porque en su seno virginal –morada «llena de gracia»–, «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14) y en él habita quien ha dicho: «Yo soy el Pan de vida» (Jn 6, 35.48) ofreciendo un sacrificio perfecto como «mediador de una nueva Alianza entre Dios y los hombres» (Hb 9, 15). Para custodiar ese valioso cofre viviente, Dios eligió a un varón íntegro, justo y casto: José de Nazaret, el Carpintero, el que hizo las veces de padre de Jesús.
Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, quien se hizo semejante a nosotros y se presentó como uno de tantos (cfr. Flp 2,7)), no solo tomó de la Virgen su carne y su sangre, con la que se entregó por nosotros en la Cruz, sino que también asumió el linaje humano que lo emparentó con patriarcas y reyes (cfr. genealogía de San Mateo) y hasta con el primer Adán (cfr. genealogía de San Lucas). Así, la persona y la obra redentora de Jesús, al establecer una Alianza definitiva entre Dios y los hombres, fue decisiva para la historia de su pueblo Israel y para la humanidad entera. María, en la visitación, es portadora de este misterio de amor.
El Evangelio de San Lucas nos regala una imagen sorprendente: «María partió y fue sin demora a un pueblo de las montañas de Judá» (Lc 1,39). Nuevamente el Arca se puso en movimiento, obedeciendo al impulso del Espíritu que inspiró su decisión, esta vez para anunciar a su parienta la Buena Noticia esperada por siglos: lleva al Mesías de Dios. Así comenzó la misión de la Virgen, porque como lo sugiere San Agustín, María tuvo que aprender que su relación con Jesús como discípula es tan importante como su relación como madre. Ella no se quedó tejiendo escarpines, sino que «sin demora» salió a los caminos porque tenía que dar a conocer el don recibido.
La Virgen de la visitación es el ícono más auténtico de una Iglesia que sale para anunciar la verdad y belleza del Evangelio de Jesús. En ese repentino viaje de la Madre del Señor parece repetirse el itinerario que hizo el Arca rescatada por David a los filisteos, a través del territorio de Judá. Y hasta la exclamación de Isabel: «¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a visitarme?» (Lc 1,43), guarda notable coincidencia con el sentimiento de David: ¿Cómo va a entrar en mi casa el Arca del Señor? (2Sam 6,9). El encuentro de una joven virgen y una anciana estéril –María del «Sol naciente» e Isabel del «Profeta del Altísimo»–, trazan un puente y dan unidad al Antiguo y Nuevo Testamento. La casa de Zacarías se llenó de la irradiación que María difunde de manera contagiosa. Desde ese momento la Virgen será siempre para todos los cristianos «causa de nuestra alegría».
En aquel encuentro feliz, «los beneficios de María y los dones de la presencia del Señor se manifestaron en seguida, pues, así que Isabel oyó el saludo de María, su criatura saltó de gozo en su seno y ella quedó llena del Espíritu Santo. Ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos»5. Así, las aclamaciones de Isabel: «Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre» (Lc 1, 42), dan cuenta de que ya no hubo secretos entre primas. En aquel familiar intercambio, la Virgen –no sin inspiración de lo alto–, elevó un torrente de alabanzas con el Magníficat. Ambas se convirtieron en madres por intervención divina y fueron testigos de un signo esperanzador para todos los hombres.
El Papa Francisco, al comentar este pasaje, nos enseñó: «Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María estuvo preparada desde siempre por el amor del Padre para ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su canto de alabanza, en el umbral de la casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se extiende “de generación en generación”. También nosotros estábamos presentes en aquellas palabras proféticas de la Virgen María» (Lc 1,50)6.
«Su misericordia se extiende de generación en generación» (Lc 50). Es cierto, la Virgen hizo presente el Evangelio de su Hijo, iluminando los primeros pasos de la Evangelización de América. Ella también comprometió su presencia cuando se gestaba nuestra Nación. Hace doscientos años, cuando los congresales provenientes de provincias lejanas, llegaban «a la benemérita y muy digna ciudad de San Miguel de Tucumán», consagraron su primera jornada para pedir a Dios inspiración y sabiduría en la causa que los apasionaba, como consta en las antiguas crónicas: «A las 9 de la mañana se reunieron los Señores Congresales en la casa congresal, y de allí se dirigieron en cuerpo al templo de San Francisco donde asistieron a la misa del Espíritu Santo, que se cantó para implorar sus divinas luces, y auxilios, protestando con esto el deseo del acierto en sus deliberaciones». Era el día 25 de marzo de 1816, «que consagra nuestra madre la Iglesia a la memoria del adorable misterio de la Encarnación del Hijo de Dios»7. De ese modo, con la fiesta de la Anunciación, en la que se celebra el bendito día en que María se convirtió en Arca de la Nueva Alianza entre Dios y los hombres, comenzó la labor parlamentaria que llegó a su culmen con la declaración de la Independencia.
Ella vino para quedarse y, como en los comienzos de la Patria, sigue animando la evangelización del pueblo argentino. Es Madre solícita cuando sus devotos la invocan con fe, en cualquier parte, pero de un modo singular recibe a sus hijos en los numerosos Santuarios que la tienen por Patrona y Señora. En esos espacios sagrados donde la atracción de la Virgen se hace sentir, «muchos peregrinos toman decisiones que marcan sus vidas; esas paredes contienen muchas historias de conversión, de perdón y de dones recibidos, que millones de argentinos podrían contar»8. «Ella atrae multitudes a la comunión con Jesús y su Iglesia. Por eso la Iglesia, como la Virgen María, es madre»9. En esos lugares santos, la Virgen hace más sencillo el Evangelio de Jesús y sigue siendo la Estrella de la evangelización.
Nuestro corazón se estremece de alegría al ver las imágenes de la Virgen que nos visitan; las traen sus fieles peregrinos cual Arcas de la Nueva Alianza: desde el sur de la provincia a Nuestra Señora de la Concepción; desde Jujuy a Nuestra Sra. del Río Blanco y Paypaya; desde Catamarca la Virgen del Valle y desde Salta a Nuestra Señora del Milagro. Ellas son las ventanas del cielo por donde Dios se asoma para mirar a sus hijos con misericordia.10
Hoy, como ayer lo hicieron nuestros mayores, también nuestros ojos quieren espejarse en los de Nuestra Señora de la Merced, Madre de los hijos de esta tierra que vio nacer Patria libre e independiente. Ella no se cansa de enseñar la libertad del Evangelio, la que quiere para todos los bautizados, libres del pecado y de toda otra dominación. Ella está aquí para recordarnos que Jesús es el «Pan que da la vida al mundo», y nos vuelve a decir: «Hagan todo los que Él les diga» (Jn 2,4).
Mario Aurelio Cardenal Poli
1 SAN JUAN DAMASCENO, Homilías Cristológicas y Marianas, Ciudad Nueva, Madrid- Buenos Aires, 1996, 169.
2 Ibidem, 170.
3 Ibidem, 193.
4 Del poema de José Pedroni: Lunario Santo, quinta luna.
5 Del Comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el evangelio de san Lucas (Libro 2, 19. 22-23. 26-27: CCL 14, 39-42). Visitación de la Virgen María.
6 Bula Misericordiae Vultus 24.
7 RAVIGNANI, EMILIO -Director-, Asambleas Constituyentes Argentinas, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1937, T.1, 181.
8 Documento de Aparecida, 260
9 Ídem, 268.
10 Cfr. San Alberto Magno: Marial.