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Francisco | Homilía en el Domingo de Ramos

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Compartimos la homilía pronunciada por el Santo Padre Francisco en ocasión de la Celebración de la Santa Misa del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor.

Desde la Plaza de San Pedro, ante 60 mil fieles, expresó:

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"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46). Es la invocación que la liturgia nos hizo repetir hoy en el Salmo responsorial (cf. Sal 22,2) y es la única pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que hemos escuchado. Son, pues, las palabras que nos llevan al corazón de la pasión de Cristo, a la culminación de los sufrimientos que padeció para salvarnos. "¿Por qué me has abandonado?

Los sufrimientos de Jesús fueron muchos, y cada vez que escuchamos la historia de la pasión nos entran. Eran sufrimientos corporales: pensemos en las bofetadas, los azotes, los azotes, la corona de espinas, el suplicio de la cruz. Hubo sufrimientos del alma: la traición de Judas, las negaciones de Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los guardias, los insultos bajo la cruz, el rechazo de muchos, el fracaso de todo, el abandono de los discípulos. Y, sin embargo, en todo este dolor, a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Pero ahora sucede lo impensable; antes de morir exclama: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». El abandono de Jesús.

He aquí el sufrimiento más atroz, es el sufrimiento del espíritu: en la hora más trágica Jesús experimenta el abandono de Dios. Nunca, hasta entonces, había llamado al Padre con el nombre genérico de Dios. Hecho, el Evangelio también relata la frase en arameo: es la única, entre las pronunciadas por Jesús en la cruz, que nos llega en el idioma original. El verdadero acontecimiento es la humillación extrema, es decir, el abandono de su Padre, el abandono de Dios, el Señor viene a sufrir por amor a nosotros lo que nos cuesta incluso comprender. Ve el cielo cerrado, experimenta la amarga frontera del vivir, el naufragio de la existencia, el hundimiento de todas las certezas: grita "el porqué de los porqués". “Tú, Dios, ¿por qué?”.

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? El verbo "abandonar" en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de extremo dolor: en amores fallidos, rechazados y traicionados; en niños rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que desvinculan sociales, en la opresión de la injusticia y en la soledad de la enfermedad: en fin, en las laceraciones más drásticas de los lazos. Allí se dice esta palabra: “abandono”. Cristo llevó esto a la cruz, tomando sobre sí el pecado del mundo. Y en el clímax, él, el Hijo unigénito y amado, experimentó la situación más ajena a él: el abandono, la distancia de Dios.

¿Y por qué llegó tan lejos? para nosotros, no hay otra respuesta. Para nosotros. Hermanos y hermanas, hoy esto no es un espectáculo. Todos, escuchando el abandono de Jesús, cada uno de nosotros nos decimos: por mí. Este abandono es el precio que pagó por mí. Fue solidario con cada uno de nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros todo el camino. Probó el abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y quedarse a nuestro lado para siempre. Lo hizo por mí, por ti, porque cuando yo, tú o cualquier otro se ve de espaldas a la pared, perdido en un callejón sin salida, hundido en el abismo del abandono, succionado en la vorágine de tantos porqués sin respuesta que allí es esperanza Él, por ti, por mí. No es el final, porque Jesús estuvo allí y ahora está con vosotros: Él, que sufrió la distancia del abandono para acoger en su amor todas nuestras distancias. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas -cada uno de nosotros ha caído muchas veces-, en mi desolación, cuando me siento traicionado, o he traicionado a otros, cuando me siento rechazado o he descartado a otros, cuando me siento abandonado o ha abandonado a otros, pensamos que ha sido abandonado, traicionado, desechado. Y allí lo encontramos a Él. Cuando me siento mal y perdido, cuando ya no puedo más, Él está conmigo; en mis muchos porqués sin respuesta, Él está ahí.

Así nos salva el Señor, desde dentro de nuestro “por qué”. De ahí abre la esperanza que no defrauda. En la cruz, en efecto, mientras experimenta un abandono extremo, no se deja llevar por la desesperación -este es el límite- sino que reza y se confía. Grita su porqué con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega en las manos del Padre, aunque se sienta distante (cf. Lc 23,46) o no lo escuche porque se encuentra abandonado. En el abandono confía. En el abandono sigue amando a los suyos que lo habían dejado solo. En el abandono perdona a sus crucificadores (v. 34). Aquí el abismo de nuestros muchos males se sumerge en un amor mayor, de modo que cada separación nuestra se transforma en comunión.

Hermanos y hermanas, un amor así, todo por nosotros, hasta el final, el amor de Jesús es capaz de transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne. Es un amor de piedad, de ternura, de compasión. El estilo de Dios es este: cercanía, compasión y ternura. Dios es así. Cristo abandonado nos mueve a buscarlo ya amarlo en los abandonados. Porque en ellos no sólo están los necesitados, sino que está Él, Jesús Abandonado, Aquel que nos salvó descendiendo a lo más profundo de nuestra condición humana. Está con cada uno de ellos, abandonado hasta la muerte… Pienso en ese llamado hombre de la “calle”, un alemán, que murió bajo la columnata, solo, abandonado. Él es Jesús para cada uno de nosotros. Muchos necesitan nuestra cercanía, muchos abandonados. Yo también necesito que Jesús me acaricie y se acerque a mí, y por eso voy a buscarlo en los abandonados, en los solitarios. Quiere que cuidemos a los hermanos y hermanas que más se parecen a él, a él en el acto extremo de dolor y soledad. Hoy, queridos hermanos y hermanas, hay muchos "Cristos abandonados". Hay pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte; hay pobres que viven en las encrucijadas de nuestras calles y con cuyos ojos no tenemos el coraje de cruzarnos; hay migrantes que ya no son rostros sino números; hay reclusos rechazados, gente catalogada como problema. Pero también hay muchos Cristos abandonados invisibles, escondidos, que son descartados con guantes blancos: niños no nacidos, ancianos dejados solos -puede ser tu padre, tu madre quizás, abuelo, abuela, abandonados en instituciones geriátricas-, enfermos que no han visitados, discapacitados ignorados, jóvenes que sienten un gran vacío interior sin que nadie escuche realmente su grito de dolor. Y no encuentran otro camino que el suicidio. Hoy está abandonado. Cristo de hoy.

Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos de los Renegados, nadie puede ser marginado, nadie puede ser abandonado a sí mismo; porque, recordemos, las personas rechazadas y excluidas son iconos vivos de Cristo, nos recuerdan su loco amor, su abandono que nos salva de toda soledad y desolación. Hermanos y hermanas, pidamos hoy esta gracia: saber amar a Jesús abandonado y saber amar a Jesús en cada persona abandonada. Pedimos la gracia de poder ver, de poder reconocer al Señor que todavía clama en ellos. No permitamos que su voz se pierda en el silencio ensordecedor de la indiferencia. Dios no nos ha dejado solos; cuidemos a los que se quedan solos. Entonces, sólo entonces, haremos nuestros los deseos y sentimientos de Aquel que se "despojó a sí mismo" por nosotros (Flp 2, 7). Se vació totalmente para nosotros.

Francisco

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Gentileza, Dicasterio para la Comunicacion.

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Oficina de Comunicación y Prensa

Conferencia Episcopal Argentina

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Documentos disponibles:
francisco__domingo_de_ramos__homilia__020423.pdf





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