116° Asamblea Plenaria (Pilar): Homilía de Mons. Oscar V. Ojea
Queridos hermanos:
Estamos terminando un año sumamente difícil. Muchos acontecimientos que hemos vivido en los últimos meses nos han provocado perplejidad, y al mismo tiempo nos plantean grandes desafíos pastorales para ser iluminados a la luz del Evangelio. Son situaciones complejas y conflictivas, que esconden un mensaje que tenemos que descubrir. Repasando el año transcurrido, recuerdo y enumero algunas:
a) La habilitación del debate sobre el aborto y su repercusión en muchos de nuestros jóvenes, incluso de nuestros colegios y comunidades a quienes hemos visto tomando partido con su pañuelo verde.
b) El fenómeno de las apostasías que apareció posteriormente.
c) Las denuncias de abusos que aumentan el dolor en lo más profundo del corazón de la Iglesia.
d) Hemos sido testigos también de ataques a la persona del Santo Padre desde dentro y desde fuera de la Iglesia de un modo que no tiene precedentes, lo que genera la escasa difusión de su pensamiento y de su prédica. Esto se extiende a la Iglesia toda ya que parecería que decir algo bueno sobre ella no es políticamente correcto.
Todo esto lo hemos vivido en medio de una crisis social y económica que golpea a todo el pueblo argentino, y que va resintiendo la confianza en la dirigencia política aumentando el mal humor social, el enojo y la intolerancia que hace muy crispada la convivencia.
Frente a todo esto podemos reaccionar de varias maneras, dos que aparecen con fuerza podrían ser:
1) La ira, el enojo, la victimización:
Podemos sentirnos rechazados y pensar que a Jesús le pasó lo mismo. Un pensamiento parecido a: “nosotros estamos bien, los equivocados son los demás”. Esto no es justo, ni totalmente honesto. En muchas de estas situaciones hemos tenido nuestra parte de responsabilidad. Esto nos debe hacer pensar en nuestra propia conversión personal y pastoral. Y hacer un profundo examen de conciencia.
2) Otra posible reacción es la parálisis y la inmovilidad.
Nunca nos habíamos imaginado que íbamos a estar delante de estos problemas, cuyas raíces y motivos a veces nos cuesta entender. No sabemos adónde nos van a conducir. Entonces nos quedamos inmóviles, como quien espera que pase la tormenta.
Esta reacción es comprensible pero poco apropiada, ya que el Papa nos llama a ser una Iglesia en salida misionera (EG 27), prefiriendo una Iglesia que se accidenta y toma riesgos en lugar de una Iglesia que se encierra en sí misma. (Vigilia de Pentecostés 2013).
El pasaje de la carta a los Filipenses que hemos leído (2, 1-4) nos exhorta a la unidad y a la empatía: “tengan un mismo sentir”. Nos invita a la humildad y a velar por los intereses de los demás.
En sintonía con esto, el Evangelio de Lucas nos presenta a Jesús optando por la lógica del amor, del servicio y de la humildad. No por la lógica del reconocimiento y la honra humana.
Jesús manda romper el círculo cerrado de la comodidad e invertir en relaciones que puedan dar fruto y pide que invitemos a los excluidos: a los pobres, a los lisiados, a los ciegos. No era esta la costumbre de entonces y nadie hace esto ni siquiera hoy. Pero Jesús insiste: “¡Inviten a esas personas!”. En la invitación desinteresada, dirigida a los marginados, existe una fuente de felicidad: “y serás dichoso, porque no te pueden corresponder”. Descubrimos así una felicidad nueva y diferente. Es la que nace de haber hecho un gesto de total gratuidad. Un gesto de amor que busca el bien del otro sin esperar nada a cambio. Jesús nos enseña que esta felicidad es semilla de la que Dios dará en la resurrección y ya empezamos a experimentarla ahora. Es corresponder a la generosidad del amor de Dios que nos ama gratuitamente.
Podemos preguntarnos entonces: ¿dónde buscamos el reconocimiento?, ¿en los ojos de quiénes? Como discípulos de Jesús tenemos que esperar este reconocimiento sólo de Él, sirviendo a aquellos con quienes Él se ha identificado.
¿Qué actitudes encontramos sugeridas en la Palabra que hemos recibido hoy para poner en práctica en este momento crítico que estamos viviendo?
La primera actitud es la humildad que nos permite mirar de frente nuestra propia fragilidad.
La humildad nos permite escuchar de un modo nuevo el corazón de aquel que está enojado con la Iglesia, que ha sentido la ausencia de alguien que le mostrara el verdadero rostro de Jesús.
El texto de hoy nos mueve a renunciar al reconocimiento y a concentrarnos en nuestra tarea evangelizadora esencial, que es trabajar para que todos tengan un lugar en la mesa del Reino.
Mirando nuestros pecados y los escándalos que se han dado en algunas de nuestras comunidades, tenemos que ahondar el camino de nuestra conversión personal y eclesial. Un serio compromiso en este sentido visibiliza el hecho de que estamos asumiendo nuestra responsabilidad como pastores.
Tenemos que aprender a desprendernos de un reconocimiento social que los Obispos teníamos en otro tiempo y que vamos dejando de tener.
Cuando se vive un tiempo de intensa purificación y muy alejado de una Iglesia triunfalista, es hora de renunciar a los primeros puestos en el banquete, sirviendo con humildad a los hermanos más pobres. Y vivirlo como una oportunidad de crecer en el amor a Jesús y a los hermano. Esta Iglesia humilde, es un modo muy concreto y providencial de ser “Iglesia pobre para los pobres”, como nos pide el Papa.
La segunda virtud que aparece como necesaria en este momento es la paciencia, que es parte de la virtud de la fortaleza. No es inmovilidad, ni blandura, ni resignación, es la paciencia del que resiste con firmeza. La paciencia de quien persevera en el bien que nadie ve, siempre abierta a la esperanza. La esforzada paciencia de los mártires.
Sembramos el Evangelio sin saber cuándo florecerá, cuándo será la cosecha. A nosotros sólo nos toca hacer nuestra parte: “esperar lo que no vemos es esperar con paciencia” (Rm. 8, 25).
La paciencia es un tema recurrente en las homilías del Papa Francisco que nos dice: “no sólo nosotros debemos tener paciencia, el Señor también la tiene con nosotros. Él nos espera y nos espera hasta el final de la vida. Pensemos en el buen ladrón que justo al final lo reconoció.
El Señor camina con nosotros pero muchas veces no se deja ver como en el caso de los discípulos de Emaús. El Señor se implica en nuestra vida, pero muchas veces no lo vemos.”
En tercer lugar necesitamos el coraje, la valentía de Jesús. Valentía para encarar los cambios. La parresía es un don del Espíritu. Es la disposición espiritual para hablar libremente y con verdad incluso en situaciones adversas. El Apóstol Pedro nos advierte: “Queridos míos no se extrañen de la violencia que se ha desatado contra ustedes para ponerlos a prueba como si les sucediera algo extraordinario”. Para resistir estos ataques se requiere un espíritu libre y también sabio, para discernir y elegir cuando hablar y cuando callar. Es un momento para ser especialmente “sencillos como palomas pero astutos como serpientes” (Mt 10, 16). En esto tenemos que cuidarnos y sostenernos mutuamente no por nuestra honra, sino por el santo pueblo fiel de Dios que se puede ver confundido y desmoralizado por los mensajes que recibe.
Finalmente tomando el texto de la Carta a los Filipenses recibimos este conjuro, afectuoso y apremiante del Apóstol, como si nos dijera: - por lo que más quieran “les ruego que hagan perfecta mi alegría permaneciendo bien unidos. Tengan un mismo amor, un mismo corazón, un mismo pensamiento. No hagan nada por espíritu de discordia o de vanidad”.
Hoy más que nunca debemos cuidar y defender la unidad de nuestro Episcopado, buscando plantear de frente nuestros acuerdos y desacuerdos, no permitiendo que el espíritu del mal logre dividirnos. Es tiempo de diálogo sincero, profundo y valiente entre nosotros. Un diálogo así nos enriquece y favorece nuestra unidad.
Que el Señor de la paciencia, venerado en tantos lugares de nuestra América Latina, nos regale su paciencia fuerte y valiente. Y que la Virgen de Luján, Patrona del Pueblo Argentino, nos ayude a dejarnos iluminar por el Espíritu para que nos muestre sus caminos en esta hora difícil de la Iglesia y de la Patria.