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Viaje Apostólico a Canadá | Encuentro con Jóvenes y Ancianos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!

Saludo cordialmente a la Señora Gobernadora General y a todos ustedes, estoy feliz de visitarlos.

Les agradezco sus palabras, así como los cantos, las danzas y la música, que aprecio mucho.

Hace poco escuché a varios de ustedes, ex alumnos de las escuelas residenciales: gracias por lo que tuvieron la valentía de decir, compartiendo grandes sufrimientos. Eso ha reavivado en mí la indignación y la vergüenza que me acompañan desde hace meses. También hoy, también aquí, quisiera decirles que estoy muy apenado y quiero pedir perdón por el mal que cometieron no pocos católicos que en esas escuelas contribuyeron a políticas de asimilación cultural y desvinculación. Me volvió a la mente el testimonio de un anciano, que describía la belleza del clima que reinaba en las familias indígenas antes de la llegada del sistema de las escuelas residenciales. Comparaba esa época en la que abuelos, padres e hijos estaban juntos en armonía, con la primavera, cuando los pajaritos cantan felices alrededor de la mamá. Pero de repente – decía – el canto se detuvo, las familias fueron disgregadas, se llevaron a los pequeños lejos de su ambiente; el invierno descendió sobre todo.

Dichas palabras, al mismo tiempo que provocan dolor, suscitan también escándalo; más aún si las confrontamos con la Palabra de Dios, que mandó: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te da» (Ex 20,12). Para muchas de vuestras familias esto no fue posible, dejó de cumplirse cuando los hijos fueron separados de sus padres y el propio país fue percibido como algo peligroso y extraño. Esas asimilaciones forzadas evocan otra página bíblica, el relato del justo Nabot (cf. 1 Re, 21), que no quería ceder la viña heredada de sus padres a quien, gobernando, estaba dispuesto a usar cualquier medio para quitársela. Y también vienen a la mente esas palabras fuertes de Jesús contra quien escandaliza a los pequeños y desprecia a alguno de ellos (cf. Mt 18,6.10). ¡Cuánto mal al romper los vínculos entre padres e hijos, al herir los afectos más queridos, al lastimar y escandalizar a los pequeños!

Queridos amigos, estamos aquí con la voluntad de recorrer juntos un camino de sanación y de reconciliación que, con el auxilio del Creador, nos ayude a dar luz sobre lo sucedido y a superar ese pasado oscuro. A propósito de vencer la oscuridad, también ahora, como en nuestro encuentro de fines de marzo, ustedes han encendido el qulliq. Este, además de dar luz durante las largas noches invernales, permitía, difundiendo calor, resistir al rigor del clima. Por tanto, era esencial para vivir. También hoy permanece como un bellísimo símbolo de vida, de un vivir luminoso que no se rinde ante la oscuridad de la noche. Así son ustedes, un testimonio perenne de la vida que no se apaga, de una luz que resplandece y que ninguno logra sofocar.

Estoy muy agradecido por la oportunidad de estar aquí en el Nunavut, dentro del Inuit Nunangat. He intentado imaginar, después de nuestro encuentro en Roma, estos vastos lugares donde viven desde tiempos inmemoriales y que para otros serían hostiles. Ustedes han sabido amarlos, respetarlos, custodiarlos y apreciarlos, transmitiendo valores fundamentales de generación en generación, como el respeto por los ancianos, un genuino sentido de fraternidad y el cuidado del medio ambiente. Hay una hermosa correspondencia entre ustedes y la tierra que habitan, porque también ésta es fuerte y resiliente, y responde con mucha luz a la oscuridad que la envuelve durante gran parte del año. Pero también esta tierra, como cada persona y cada población, es delicada y necesita ser cuidada. Cuidarla, transmitir el cuidado, ¡a esto en particular están llamados los jóvenes, sostenidos por el ejemplo de los ancianos! Cuidar la tierra, cuidar las personas, cuidar la historia.

Quisiera entonces dirigirme a ti, joven Inuit, futuro de esta tierra y presente de su historia. Quisiera decirte, citando a un gran poeta: «Lo que has heredado de tus padres, gánatelo para poseerlo» (J.W. von Goethe, Fausto, I, Noche, 681-682). No basta vivir de rentas, es necesario volver a ganarse lo que se ha recibido como don. Por tanto, no temas escuchar una y otra vez los consejos de los más ancianos, abrazar tu historia para escribir páginas nuevas, apasionarte, tomar posición frente a los hechos y a las personas, arriesgarte. Y para ayudarte a hacer resplandecer la lámpara de tu existencia, también yo quisiera darte, como hermano anciano, tres consejos.

El primero: camina hacia lo alto. Vives en estas vastas regiones del norte. Que ellas te recuerden tu vocación a tender hacia lo alto, sin dejarte tirar abajo por quien quiere hacerte creer que es mejor pensar sólo en ti mismo y usar el tiempo que tienes únicamente para tu diversión y tus intereses. Amigo, no estás hecho para “ir tirando”, para pasar las jornadas equilibrando deberes y placeres, sino para volar alto, hacia los deseos más verdaderos y hermosos que tienes en el corazón, hacia Dios para amarlo y hacia el prójimo para servirlo. No pienses que los grandes sueños de la vida sean cielos inalcanzables. Estás hecho para levantar el vuelo, para abrazar la valentía de la verdad y promover la belleza de la justicia, para “elevar tu temple moral, ser compasivo, servir a los demás y construir relaciones” (cf. Inunnguiniq Iq Principles 3-4), para sembrar paz y cuidado donde te encuentres; para encender el entusiasmo de los que te rodean; para ir más allá, no para igualarlo todo.

Pero – me podrían decir – vivir así es más arduo que volar. Cierto, no es fácil, porque siempre está acechando esa “fuerza de gravedad espiritual” que empuja para tirarnos abajo, para paralizar los deseos, para debilitar la alegría. Entonces, piensa en la golondrina del ártico que nosotros llamamos “charrán”; esta no deja que los vientos contrarios o los cambios de temperatura le impidan ir de un lado a otro de la tierra; a veces elige caminos que no son directos, acepta desviaciones, se adapta a ciertos vientos; pero siempre mantiene clara la meta, siempre llega a su destino. Encontrarás gente que intentará borrar tus sueños, que

te dirá que te conformes con poco, que luches sólo por lo que te conviene. Entonces te preguntarás: ¿Por qué tengo que esforzarme por algo en lo que los demás no creen? Y, además, ¿cómo puedo volar en un mundo que parece que cae cada vez más bajo en medio de escándalos, guerras, engaños, injusticias, destrucción del ambiente, indiferencia hacia los más débiles, decepciones por parte de los que tendrían que dar el ejemplo? Ante estas preguntas, ¿cuál es la respuesta?

Quisiera decirte: tú eres la respuesta. Tú, hermano, tú, hermana. No sólo porque si te rindes ya has perdido de antemano, sino porque el futuro está en tus manos. Está en tus manos la comunidad que te ha generado, el ambiente en el que vives, la esperanza de tus coetáneos, de los que, aún sin pedírtelo, esperan de ti el bien original e irrepetible que puedes introducir en la historia, porque “cada uno de nosotros es único” (cf. Principle 5). El mundo que habitas es la riqueza que has heredado, ámalo, como te ha amado quien te ha dado la vida y las alegrías más grandes, como te ama Dios, que por ti ha creado todo lo bello que existe y no deja de confiar en ti ni siquiera por un brevísimo instante. Él cree en tus talentos. Cada vez que lo busques comprenderás cómo el camino que te llama a recorrer tiende siempre hacia lo alto. Lo advertirás cuando rezando mires al cielo y sobre todo cuando alces la mirada al Crucificado. Entenderás que Jesús desde la cruz no te señala con el dedo, sino que te abraza y te anima, porque cree en ti aun cuando tú mismo has dejado de creer en ti. Entonces, no pierdas nunca la esperanza, lucha, dalo todo y no te arrepentirás. Sigue adelante el camino, “un paso tras otro hacia lo mejor” (cf. Principle 6). Instala el navegador de tu existencia hacia una meta grande, ¡hacia lo alto!

El segundo consejo: ir hacia la luz. En los momentos de tristeza y desconsuelo, piensa en el qulliq, que tiene un mensaje para ti. ¿Cuál? Que existes para ir hacia la luz cada día. No sólo el día de tu nacimiento, cuando no dependió de ti, sino cada día. Cotidianamente estás llamado a llevar una luz nueva al mundo, la de tus ojos, la de tu sonrisa, la del bien que tú y sólo tú puedes aportar. Pero, para ir hacia la luz, hay que luchar cada día con la oscuridad. Sí, hay una lucha cotidiana entre la luz y las tinieblas, que no sucede fuera, en un lugar cualquiera, sino dentro de cada uno de nosotros. El camino de la luz requiere valientes decisiones del corazón contra la oscuridad de las falsedades, requiere “desarrollar buenas costumbres para vivir bien” (cf. Principle 1), que no se sigan estelas luminosas que desaparecen fugazmente, fuegos artificiales que sólo dejan humo. Son «espejismos, parodias de la felicidad», como dijo aquí en Canadá san Juan Pablo II: «Quizá no haya tiniebla más densa que la que se introduce en el alma de los jóvenes cuando falsos profetas apagan en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor» (Homilía en la XVII Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, 28 julio 2002). Hermano, hermana, Jesús te acompaña y desea iluminar tu corazón para guiarte hacia la luz. Él dijo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12), pero también le dijo a sus discípulos: «Ustedes son la luz del mundo» (Mt 5,14). Por tanto, también tú eres luz del mundo y lo serás cada vez más si luchas por alejar del corazón la triste oscuridad del mal.

Para aprender a hacerlo, hay que adquirir un arte continuo, que requiere “superar las dificultades y las contradicciones por medio de una búsqueda continua de soluciones” (cf. Principle 2). Es el arte de separar cada día la luz de las tinieblas. Para crear un mundo bueno, dice la Biblia, Dios comenzó justamente así, separando la luz de las tinieblas (cf. Gn 1,4). También nosotros, si queremos ser mejores, tenemos que aprender a distinguir la luz de las tinieblas. ¿Por dónde se empieza? Puedes empezar preguntándote: ¿qué es lo que me parece luminoso y seductor, pero después me deja dentro un gran vacío? ¡Estas son las tinieblas! En cambio, ¿qué es lo que me hace bien y me deja paz en el corazón, aunque antes me haya pedido que saliera de ciertas comodidades y que dominara ciertos instintos? ¡Esta es la luz! Y – me sigo preguntando –, ¿cuál es la fuerza que nos permite separar dentro de nosotros la luz de las tinieblas, que nos hace decir “no” a las tentaciones del mal y “sí” a las ocasiones de bien? Es la libertad. Libertad que no es hacer todo lo que me parece y me gusta; no es aquello que puedo hacer a pesar de los otros, sino por los otros; no es un total arbitrio, sino responsabilidad. La libertad es el don más grande que nuestro Padre celestial nos ha dado junto con la vida. Un poeta, preguntándose cuál es la satisfacción más grande que un hijo pueda dar a un padre, escribió estas hermosas palabras que les leo:

«Preguntad a un padre si el mejor momento

no es cuando sus hijos empiezan a amarle como hombres,

a él, como a un hombre,

libremente […].

Pues bien, yo soy su padre, dice Dios, y conozco la condición del hombre […].

Todas las sumisiones de esclavos del mundo me repugnan y lo daría todo

por una hermosa mirada de hombre libre […].

Por esa libertad, por esa gratuidad lo he sacrificado todo, dice Dios […].

Para crear esa libertad, esa gratuidad,

para hacer actuar esa libertad, esa gratuidad» (C. Péguy, El misterio de los Santos Inocentes, Madrid

1993, 75-77).

Esta es la felicidad de Dios, no cuando estamos sometidos a Él, sino cuando vivimos como hijos que eligen amarlo, actuando la propia libertad. Si quieres hacer feliz a Dios, este es el camino, elegir el bien. Ánimo hermano, ánimo hermana, toma las riendas de tu libertad, no tengas miedo de tomar decisiones fuertes, ¡ve cada día hacia la luz!

Por último, el tercer consejo: hacer equipo. Los jóvenes hacen grandes cosas juntos, no solos. Porque ustedes jóvenes son como las estrellas del cielo, que aquí brillan de manera espléndida, su belleza nace del conjunto, de las constelaciones que forman y que iluminan y orientan las noches del mundo. También ustedes, llamados a las alturas del cielo y a resplandecer en la tierra, están hechos para brillar juntos. Es necesario permitir a los jóvenes que formen grupos, que estén en movimiento. No pueden pasar las jornadas aislados, rehenes de un teléfono. Los grandes glaciares de estas tierras me hacen pensar en el deporte nacional de Canadá, el hockey sobre hielo. ¿Cómo es posible que Canadá conquiste todas las medallas olímpicas? ¿Cómo hicieron Sarah Nurse o Marie-Philip Poulin para marcar todos esos goles? El hockey conjuga bien disciplina y creatividad, táctica y físico; pero lo que hace la diferencia siempre es el espíritu de equipo, presupuesto indispensable para afrontar las imprevisibles circunstancias del juego. Hacer equipo significa creer que para alcanzar grandes objetivos no se puede avanzar solos; es necesario moverse juntos, tener la paciencia de combinar pases y movimientos para tejer estrategias de juego. También significa dejar espacio a los demás, salir rápidamente cuando es el propio turno y alentar a los compañeros. ¡Este es el espíritu de equipo!

Amigos, caminen hacia lo alto, vayan cada día hacia la luz, hagan equipo. Y hagan todo esto en vuestra cultura, en el hermosísimo lenguaje Inuktitut. Les deseo que, escuchando a los ancianos y recurriendo a la riqueza de vuestras tradiciones y de vuestra libertad, abracen el Evangelio custodiado y transmitido por sus antepasados, y que encuentren el rostro Inuk de Jesucristo. Los bendigo de corazón y les digo: qujannamiik! [¡gracias!]

Francisco

Québec, viernes 29 de julio de 2022.


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