Homilía de Corpus Christi del Cardenal Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires
El primer día de la fiesta de los panes ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús:
“¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?”
Él envió a dos de sus discípulos , diciéndoles: “Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua.
Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: “¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?”
Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario”.
Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó el pan , pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen, esto es mi Cuerpo”.
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo:
“Ésta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos.
Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios”. (Mc 14,12-16.22-26).
La pregunta de los discípulos «¿Dónde quieres que vayamos a preparar la cena de la pascua?» suscita una particular respuesta del Señor –“vayan a la ciudad, se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua, síganlo, donde entre digan al dueño: El Maestro dice ‘dónde está mi sala en la que voy a comer la Pascua con mis discípulos’…”-. ¡Y pasó tal cual! El Señor ya lo había pensado y preparado cuidadosamente. Para celebrar la cena de Pascua quiso elegir esta sala grande, alfombrada y con todo dispuesto”.
¡Cómo el Señor preparaba las cosas! Y cómo los hizo participar a sus discípulos de la preparación de ese acontecimiento tan sagrado y tan especial como fue la Última Cena.
La Eucaristía es la vida de la Iglesia, es nuestra vida. Pensemos en la Comunión que nos une con Jesús al recibir su Cuerpo y su Sangre. Pensemos en su sacrificio redentor (porque lo que comemos es su “Carne entregada por nosotros” y lo que bebemos es su “Sangre derramada para el perdón de los pecados”). De toda esta riqueza de amor de la Eucaristía hoy miramos especialmente su preparación.
Jesús le dio mucha importancia a esto de preparar. Es una de las tareas que se reserva para sí en el Cielo: “Voy a preparar un lugar para ustedes. Y si me voy y les preparo lugar, vendré otra vez y los tomaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes” (Juan 14, 4 ss.). En esta dinámica de “estar preparándonos un lugar en el Cielo”, la Eucaristía es ya un anticipo de ese lugar, una prenda de la Gloria futura: cada vez que nos reunimos para comer el Cuerpo de Cristo, el lugar en el que celebramos se convierte por un rato en nuestro lugar en el cielo, Él nos toma consigo y estamos con Él. Todo lugar en el que se celebra la Eucaristía –sea una Basílica, una humilde capillita o una catacumba- es anticipo de nuestro lugar definitivo, anticipo del Cielo que es la comunión plena de todos los redimidos con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
Así nos sentimos aquí, esta tarde, en la fiesta del Corpus: nos sentimos en nuestro lugar común, reunidos donde Él está. Y su manera de estar es la del Resucitado que prepara la comida para los discípulos que habían pasado toda la noche sin pescar nada. Juan nos dice que apenas bajaron a tierra los discípulos vieron preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan (cfr. Jn 21, 9). Esa es la imagen verdadera de quién es Jesús para nosotros: El que cada día nos prepara la Eucaristía. Y en esta tarea estamos todos invitados a participar con nuestras buenas obras. A esto se refieren las parábolas del Señor que nos urgen a “estar preparados” para su venida. Preparados como “el servidor fiel y prudente que distribuye a cada uno la comida a su tiempo” (Mt 24, 45).
Así como es lindo después de comulgar, pensar nuestra vida como una Misa prolongada en la que llevamos el fruto de la presencia del Señor al mundo de la familia, del barrio, del estudio y del trabajo, así también nos hace bien pensar nuestra vida cotidiana como preparación para la Eucaristía, en la que el Señor toma todo lo nuestro y lo ofrece al Padre.
Como los discípulos le podemos preguntar hoy de nuevo a Jesús ¿dónde quieres que te preparemos la Eucaristía? Y él nos hará sentir que también hoy Él tiene todo preparado. Hay muchos cenáculos en nuestra ciudad donde el Señor ya comparte su pan con los hambrientos, hay muchos lugares bien dispuestos donde está encendida la luz de su Palabra, en torno a la cual se juntan sus discípulos. Hay mucha gente que camina con sus cántaros de agua viva y va dando de beber la palabra del evangelio a nuestra sociedad sedienta de espíritu y de verdad. Hoy muchos jóvenes han recorrido un camino para llegar desde nuestras parroquias a la Catedral, vienen con las ofrendas y peticiones que han preparado y recogido en su peregrinación para ofrecerlas con el Señor a Dios nuestro Padre. Vemos cómo la Misa tiene otro sentido cuando nos hemos preparado y hemos caminado para llegar a ella.
Aquí es precisamente donde la procesión del Corpus por las calles de nuestra Ciudad, alrededor de nuestra Plaza de Mayo, lugar de reunión de nuestro Pueblo, tiene un sentido hondo y se constituye en un verdadero llamado. Jesús nos prepara un lugar para estar con nosotros pero no se trata de un lugar estático y cerrado sino dinámico y abierto, como la orilla del lago en la mañana de la pesca milagrosa. El lugar en el que el Señor quiere que preparemos su Eucaristía es todo el suelo de nuestra patria y de nuestra ciudad, simbolizada en esta Plaza. Por eso preparamos la Eucaristía caminando, como señal de inclusión, abriendo lugar para que entremos todos, saliendo hacia todas las orillas existenciales. En esta sociedad de tantos lugares cerrados, de tantos cotos de poder, de sitios exclusivos y excluyentes, queremos preparar para el Señor una “sala grande” como esta Plaza, grande como nuestra Ciudad, como nuestra Patria y como el mundo entero, en la que haya lugar para todos. Porque así son los banquetes del Señor. Fiesta en las que la sala, a la que muchos invitados despreciaron, se llena de invitados humildes que quieren participar con alegría de la Acción de Gracias del Señor.
Caminando con el Señor y rodeando de amor esta plaza, abrazamos a nuestra Patria entera con nuestra fe y nuestra esperanza, y pedimos a Dios con deseo ardiente que se transforme en lugar para la Eucaristía: donde todos damos gracias, todos estamos invitados a participar del Pan de Vida, todos podemos compartir y dar lo mejor de nosotros mismos para bien común de todos, especialmente de los más frágiles y desamparados. Y le preguntamos:
¿Dónde quieres Señor que te preparemos hoy tu Eucaristía?
¿Dónde quieres que caminemos en actitud de adoración y de servicio?
¿Dónde quieres que te abramos la puerta para que nos partas el Pan?
¿A quiénes quieres que sigamos, portadores de Agua viva, maestros de la verdad?
¿A quiénes quieres que salgamos a invitar –pobres y enfermos, justos y pecadores- en los cruces de caminos?
Con estas preguntas en el corazón y en los labios, después de comulgar con el Señor, saldremos a caminar acompañando a Jesús Sacramentado, pidiendo a María, esa prontitud para ponerse en camino e ir a servir que le imprimió su Hijo, apenas encarnado en su seno virginal. Nadie mejor que ella para enseñarnos a preparar una linda Eucaristía, en la que haya pan para todos y no falte la alegría, el vino del Espíritu, como en Caná.
Buenos Aires, 9 de junio de 2012